Como el cauce del tiempo, el poder de Belia se expandió por cada rincón aledaño a Saint-Roux. Empresas y tratados se ejecutaban por doquier, buscando una probada de aquel ostentoso poder. Algunos lo lograban con éxito, otros se resignaban al rechazo, mas un hecho era cierto. Todo era para beneficio de Saint-Roux.
Uno de esos pueblos proveedores era la provincia de la Béni, donde emergió una alianza entre la corona y un comerciante de alto título, quien tenía cuatro hijas distintas la una de la otra. Aunque eran hermosas, detrás de su elegancia había malacrianza y desdicha, sin mencionar la actitud que tenían contra la más joven, una muchacha de imagen poco atractiva, pero de corazón noble.
Se trataba de Stella, una mujer de cabellos anaranjados y desenvueltos como otoñales hojas, de piel blanca cual crema de nabos y ojos color oliva, atributos que eran complementados con las modestas prendas que gustaba vestir. A ella no le agradaba usar voluminosos vestidos, ni sombreros que parecían floreros, mucho menos las frágiles joyas que sus hermanas frecuentaban.
Para Stella, parecía que aquel día iba a ser como todos los demás, y no solo por los lugares que deseaba visitar, también por los comentarios que esperaba escuchar de sus hermanas y su padre.
—Buen día a todos.
—Bonjour, Stella.
—¿Otra vez ese vestido? ¿No tienes una prenda más desgastada por tu convivencia con los criados, Stella? —se mofó una de las mellizas.
—No te preocupes por la imagen ajena, nosotras damos mejor aspecto —comentó la otra.
—Niñas, no peleen. Luego pueden arreglar sus asuntos.
—Padre, no te molestes, me tiene sin cuidado lo que digan—dijo Stella.
—¿En serio?
—Claro, haciéndote la niña humilde y noble.
—Haciéndose la dama bella y amable.
—Muy bella.
—Sí claro, qué bella.
Con ese trío de versos, las mellizas se echaron a reír, mientras la mayor conservó su característico silencio. A Stella le daba igual, pero sí notaba los gestos de desagrado que su padre mostraba hacia su cabello, expresión que manifestó tras terminar el desayuno.
—Al menos podrías ponerte un vestido más bonito.
—Pero esto es bonito, padre.
—¿Esos harapos? ¿Y esos cabellos? Por supuesto —reiteró el hombre.
—Mi ropa está bien conservada, e incluso está perfumada con las flores del jardín, huele igual que cualquier vestido de mis hermanas.
—¿Y qué me dices de tu melena? Luces como las brujas de tus libros.
—Me es un poco difícil peinarlo, pero me gusta tenerlo así, y no es necesario que me denigres de ese modo, padre.
—¡No me contestes así! Si te lo digo es por tu bien, para que mínimo un barón se fije en ti como se fijan en tus hermanas, ¿o acaso no quieres que alguien te ame?
—Quiero ser amada, pero por cómo soy, no por cómo me veo.
—Haz lo que quieras entonces. A fin de cuentas, yo no seré quien dé tan andrajosa imagen a la gente de nuestra clase.
—Bien. Si me necesitas, estaré donde no se burlen de mí por ser “la bella”.
Tras semejante discusión, la dama tomó su capucha para partir al pueblo, más en específico, a los locales que frecuentaba en la Béni. Desde la dulce panadería hasta la modesta librería, Stella pasó la mañana ahí, hasta que llegó la hora de acudir a su rincón especial, los lavaderos contiguos al arroyo.
Mientras varias amas de casa se reunían para acompañar su labor con uno que otro cotilleo, Stella las ayudaba con mantener ocupados a sus hijos, ya que les enseñaba una actividad tan valiosa como la lectura.
—Repitan conmigo, la fe es esa fuerza…
—La f-fe es esa f-fuerza —decían algunos niños, intentando no equivocarse.
—Capaz de mover montañas —continuaba Stella, señalando el verso con su delgado dedo.
—C-Capaz de m-mover montañas…
—Y edificar catedrales.
—Y edificar cratedalesss.
—No pequeño, es ca-te-dra-les —añadió Stella, corrigiendo con paciencia al niño, hasta que logró pronunciar bien dicha palabra.
—C-Catedralesss. ¡Catedrales!
—¡Bien hecho! Si gustan, podemos tomar un descanso.
Pasado un rato, cuando las señoras habían terminado de lavar, todas se prepararon para partir, a la vez que iban llamando y recogiendo a sus hijos. Stella también se retiró del lugar, pero una lavandera le quiso seguir el paso para charlar.
—De verdad agradezco lo que haces por nosotras, Stella.
—No se preocupe, no tiene que pagarme por ello.
—No es eso, es que veo a tu padre y a tus hermanas, y me pregunto cómo floreciste en tan caprichoso jardín como ese.
—Son buenas personas, solo que muy superficiales.
—Tan superficiales que les parece un pecado que vistas así.
—O que mi pelo no sea sedoso como el de una princesa. A mí me gusta verlo como un rosal, ellos también dejan ver su verdadero valor cuando se extienden.
—¿Y tu ojo? ¿Qué tal está?
—Mi ojo está bien, solo uso este parche para esconder… ya sabe qué.
—Comprendo. Bueno, me quedo por aquí, muchos saludos.
Tras despedirse de la señora, Stella continuó su camino, mas la observación a su parche le hizo recordar lo que había pasado en su niñez. La pequeña Stella era igual de caprichosa que sus hermanas, y en uno de sus berrinches, huyó hacia un bosque tan frondoso que no supo cómo cayó a un barranco repleto de zarzas. Ese tropiezo provocó que su párpado quedara repleto de rojizos rasguños.
Su llanto permitió que sus padres pudieran hallarla. Mientras su padre estaba listo para rematar su castigo con un cinto, su madre lo detuvo para resolver el problema a través de un método peculiar. En los días posteriores, la mujer llevó a su hija a pasar más tiempo con los peones, quienes eran buenos amigos de la señora.
La servidumbre no tuvo problema con hacerse cargo de la niña, jugando con ella y enseñándole a hacer algunas labores. Con remilgo, Stella se preguntaba qué era ese supuesto castigo, pero esa duda fue reemplazada por la alegría que sentía al cuidar de los huertos, sin mencionar la atracción que mostraba durante sus primeras visitas al pueblo. Tal cambio le indicaba a su madre que su lección estaba funcionando.
#8412 en Novela romántica
#1694 en Thriller
#789 en Misterio
#drama #engaño #esperanza, #romance #amistad #amor, #la bella y la bestia
Editado: 27.03.2025