La bruja de Ravenshollow

El peso del silencio.

Eleanor y su familia estaban sentados alrededor de la mesa de madera desgastada, desayunando con lo poco que podían permitirse.

Michel, el padre, tenía un rostro curtido por años de trabajo al aire libre, y sus ásperas manos sostenían un trozo de pan oscuro. Emma, la madre, servía cuidadosamente unas cucharadas de gachas de avena tibias a Ralph, el bebé de la familia, que gorjeaba distraído en su regazo.

Helena, la hermana menor, de apenas seis años, comía en silencio un trozo de queso de cabra, mientras balanceaba sus pies descalzos bajo la mesa.

El desayuno era simple: pan rústico horneado días atrás, queso de cabra, y un cuenco de gachas hechas con agua y leche que Eleanor había ordeñado esa misma mañana.

Había un frasco de miel al centro de la mesa, reservado para endulzar el té de hierbas que bebían en pequeñas jarras de barro.

Michel rompió el silencio con su voz grave:
—Parece que el mercado estará lleno hoy. He oído que los gemelos de Ted llevarán más leche fresca.

Emma asintió, pasando una cucharada de gachas a Helena:
—Siempre es bueno cuando hay más movimiento. Quizá podamos vender algunos huevos extra esta vez.

Eleanor apenas tocaba su comida. Mordisqueaba un pedazo de pan distraída, mientras su mente estaba en otra parte.

La culpa la oprimía como una piedra en el pecho. Sabía que no debía haber salido por la noche, pero lo había hecho. Y ahora, tras lo que había presenciado, sentía un miedo que iba más allá de las palabras.

Justo cuando Michel iba a comentar algo más, la puerta se abrió de golpe. George, el hermano mayor de Eleanor, irrumpió con la cara enrojecida por la agitación.

—¡Padre, madre! —exclamó, sus ojos oscuros brillaban con una mezcla de asombro y horror.

Michel dejó caer el trozo de pan sobre la mesa.
—¿Qué ocurre, George?

—Es Thomas —dijo George, avanzando rápidamente hacia la mesa. Se quitó el sombrero y lo sostuvo contra el pecho, como si la gravedad de sus palabras necesitara aquel gesto solemne—. Lo han encontrado muerto... en el bosque.

La cuchara de Emma cayó en el cuenco con un sonido seco. Helena abrió los ojos como platos, mientras Ralph, ajeno al drama, seguía jugueteando con la comida en sus pequeñas manos.

—¿Muerto? —repitió Emma, su voz sonaba quebrada.

—¿Cómo pasó? —preguntó Michel, con el ceño fruncido.

—Dicen que fue... algo terrible —George miró a Eleanor por un instante, pero desvió rápidamente la vista—. Los gemelos de Ted encontraron el cuerpo esta mañana, cerca del sendero. Todos en el pueblo están hablando de ello. Algunos dicen que pudo haber sido un ataque... algo que no es natural.

Emma se llevó la mano a la boca, horrorizada. Michel apretó los puños sobre la mesa.

—¿Ataque? ¿Qué quieres decir?

—Brujería, padre. La gente dice que fue brujería.

Eleanor sintió que el aire se le escapaba. Su garganta se cerró mientras el miedo y la culpa la invadían. Había estado fuera esa noche. Había hecho algo inapropiado, algo que la iglesia y sus padres jamás aprobarían. Y ahora, Thomas estaba muerto. ¿Era este un castigo divino por su conducta?

Mientras George y Michel discutían sobre los rumores, Eleanor miró su cuenco de gachas sin realmente verlo. Helena, sentada a su lado, le dio un pequeño empujón en el brazo, rompiendo su trance.

—¿Estás bien? —susurró la pequeña, con los ojos llenos de inocencia.

Eleanor asintió, incapaz de articular una palabra. Pero en su interior, el miedo seguía creciendo, y con él, la certeza de que el mundo como lo conocía estaba cambiando.

El médico del pueblo, Hans Bauer, estaba inclinado sobre una mesa de madera áspera en su modesta cabaña, que servía tanto de vivienda como de clínica. A su lado, su esposa, Greta, preparaba con manos hábiles una pequeña mesa con instrumentos toscos: un cuchillo bien afilado, pinzas de metal y un cuenco con agua. Llevaban cuatro años en Ravenshollow, pero el pueblo seguía considerándolos extranjeros, extraños en sus costumbres y en su forma de hablar.

Hans, un hombre robusto de cabello castaño y mirada aguda, había heredado la tarea de médico tras la muerte del viejo barbero, pero sus métodos más meticulosos y científicos despertaban tanto respeto como suspicacia entre los aldeanos.

Greta, con su cabello rubio recogido bajo una cofia blanca, era menos temida que él. Su carácter amable y sus habilidades con remedios de hierbas la habían hecho más aceptada en la comunidad.

Cuando Samuel, Ted y Peter llegaron cargando el cuerpo inerte de Thomas, Hans salió a recibirlos con un delantal ya manchado de sangre de sus trabajos del día.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con su marcado acento, señalando a los hombres para que entraran.

—Brujería —respondió Samuel en un tono seco. Ted asintió, con el rostro aún pálido por el horror del descubrimiento.

Peter, el más escéptico de los tres, añadió:
—No sabemos qué fue, pero lo encontramos en el bosque, mutilado.

Hans frunció el ceño mientras examinaba superficialmente el cuerpo antes de que los hombres lo depositaran sobre la mesa de operaciones.

Greta dejó escapar un pequeño suspiro al verlo. El joven Thomas, a quien había atendido alguna vez por cortes menores, estaba irreconocible.

—Gracias, señores —dijo Hans mientras se ajustaba un delantal limpio. Su tono no admitía réplica—. Pueden esperar afuera si lo desean. Esto no será agradable de ver.

Los hombres dudaron, pero terminaron obedeciendo, cerrando la puerta tras ellos.

Hans y Greta trabajaban en silencio, acostumbrados a la rutina, aunque esta vez la tensión era palpable. Thomas tenía profundas heridas en el torso y los brazos, pero lo que llamó la atención de Hans fueron unas marcas en el cuello, como si alguien hubiera intentado estrangularlo antes de matarlo.

—Esto no parece obra de una bestia —murmuró Hans mientras limpiaba una herida con agua.




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