El sol de la mañana se filtraba tímidamente a través de las copas de los árboles, proyectando manchas de luz en el suelo del bosque.
Abigail Harper caminaba con pasos seguros entre los arbustos, sus manos cargaban una cesta casi llena de moras y algunas raíces que había recolectado junto a su hija, Sarah.
Abigail era una mujer que no pasaba desapercibida: su cabello rojizo, su altura imponente y la seguridad en su andar contrastaban con la discreción que parecía exigirse a todas las mujeres del pueblo.
Su piel pálida, casi translúcida, brillaba al sol, y sus ojos marrón ocre parecían analizarlo todo con precisión calculadora.
Sarah, caminando a su lado, era un vivo contraste con su madre. Más delgada, con cabello castaño y ojos azules que parecían contener una mezcla de curiosidad y cautela, era una adolescente que compartía la inteligencia de Abigail, aunque carecía aún de su aplomo.
Ambas vestían ropas sencillas y resistentes: Abigail llevaba un vestido oscuro de lana gruesa, con un delantal manchado de tierra, y Sarah vestía una falda y blusa remendadas, pero limpias.
—¿Qué más queda por revisar?— preguntó Sarah, señalando con un dedo pequeño las trampas que habían colocado días atrás.
—El claro junto al viejo roble—, respondió Abigail. Su voz era firme, pero su tono suave tranquilizaba a cualquiera que la escuchara.
Mientras avanzaban entre la maleza, Abigail pensó en Edward Sinclair, su difunto esposo. Un hombre de ciencias, Edward había sido la chispa que encendió en ella el amor por el conocimiento.
La había educado en lectura y escritura, y juntos habían discutido teorías sobre las estrellas y los secretos de las plantas.
Fue él quien le enseñó a identificar las hierbas que ahora usaba para remedios, y quien le inculcó una independencia que muchos en Ravenshollow consideraban peligrosa en una mujer.
Cuando llegaron al claro, algo las distrajo. Desde el sendero cercano, un grupo numeroso avanzaba en silencio. Era el cortejo fúnebre de Thomas. Abigail dejó su cesta en el suelo y observó con atención.
El cuerpo del joven estaba colocado en una rudimentaria camilla de madera, cubierta por un manto oscuro.
Anne, su hermana, caminaba a la cabeza del cortejo, sus ojos se veían hinchados y vacíos, mientras las mujeres murmuraban palabras de consuelo.
Silas Blackwood, el reverendo, avanzaba detrás de Anne, con las manos entrelazadas al frente, su mirada se mantenía fija en el suelo.
Entre los presentes estaban Martha y Bernard, los taberneros. Martha llevaba un vestido negro que apenas podía contener su corpulencia, mientras que Bernard lucía una chaqueta de cuero oscurecida por el uso.
Ted y su esposa caminaban con los gemelos detrás, sus rostros marcados por la seriedad que el evento requería.
Arthur Bane, el anciano del pueblo, avanzaba lentamente, apoyándose en un bastón, mientras sus ojos vigilaban con desconfianza los alrededores.
Eleanor Wright estaba allí también, junto a su familia, mirando al suelo, como si cargar con el peso del luto ajeno le resultara abrumador.
Samuel, el joven herrero, avanzaba más atrás, con la mirada grave y el ceño fruncido.
Abigail se quedó mirando a Samuel por un instante más largo de lo que habría deseado.
Algo en su postura, en la forma en que giró la cabeza al pasar cerca, la llevó de vuelta a ese día en el bosque.
Recordó con claridad cómo Samuel había aparecido de improviso mientras colocaba sus trampas.
Sus palabras habían sido descaradas, su tono cargado de insinuaciones. Abigail, acostumbrada a las miradas y comentarios, había decidido ignorarlo, pero Samuel había cruzado la línea.
—¿Por qué tan fría, Abigail? —había dicho, dando un paso hacia ella.
Ella no respondió, pero sintió la amenaza en el aire. Fue entonces cuando él, envalentonado por su silencio, la empujó al suelo y comenzó a deslizar su mano bajo sus enaguas.
Abigail, lejos de dejarse intimidar, se había defendido con una fuerza que lo tomó por sorpresa.
Su mente calculadora identificó rápidamente una de las trampas para liebres cerca de su pierna.
Con un movimiento rápido, la tomó y la colocó alrededor del tobillo de Samuel, cerrándola sin dejar heridas graves, pero lo suficiente para que soltara un grito de dolor y retrocediera.
—Si vuelves a tocarme o a acercarte a mi hija, haré que esta trampa parezca un juego de niños —le había dicho con voz firme.
Samuel había salido cojeando, pero el odio en su mirada le dejó claro que no olvidaría el incidente.
Abigail regresó al presente. Los ojos de Samuel se cruzaron con los de ella por un breve momento, y la tensión en el aire era palpable.
—Es hora de volver a nuestros quehaceres, Sarah —dijo Abigail, sin apartar la mirada.
Sarah asintió y ambas comenzaron a caminar de regreso por el bosque, dejando el cortejo fúnebre detrás, pero con un peso en el pecho que Abigail no podía ignorar.
Ravenshollow estaba lleno de miradas que juzgaban, y Samuel no era el único que guardaba rencores.
La pequeña iglesia de Ravenshollow estaba rodeada por el cementerio, un terreno irregular delimitado por una cerca de madera que mostraba las huellas del tiempo.
Bajo el cielo gris, los habitantes del pueblo se reunieron alrededor de una fosa recién cavada. El viento era frío y arrastraba con él el sonido de las hojas secas que crujían bajo los pies de los presentes.
El cuerpo de Thomas yacía en un sencillo ataúd de madera, cubierto con una tela negra.
Anne, su hermana, permanecía inmóvil junto al ataúd, con los ojos hundidos y la expresión tan vacía como el silencio que dominaba el aire.
Abigail y Sarah observaban desde la distancia, ocultas entre los árboles cercanos, mientras el resto del pueblo se agrupaba en un círculo alrededor del hoyo.
Silas Blackwood, vestido con su sotana negra, se colocó al borde de la tumba. Su rostro severo parecía cincelado en piedra, y cuando alzó la mirada para hablar, un escalofrío recorrió a los presentes.