Habían pasado cinco años desde el juicio que había cambiado a Ravenshollow y Eldermere para siempre.
Aunque las llamas de la hoguera que consumieron a Abigail Harper se habían apagado, el eco de aquel día seguía ardiendo en las mentes de muchos.
Los rostros habían envejecido, las calles habían cambiado, pero la sombra del pasado aún se cernía sobre el valle del cuervo.
El bullicio del mercado de Ravenshollow llenaba el aire con voces, risas, y el estruendo de carros cargados de mercancías.
Era casi mediodía, y el sol, alto en el cielo, comenzaba a ser devorado por una sombra que se expandía lentamente.
Los aldeanos, ocupados con sus tareas diarias, alzaban la vista de vez en cuando, desconcertados por la penumbra inusual que se deslizaba sobre el valle.
En la plaza central, los vendedores pregonaban sus productos con energía: frutas frescas, pan recién horneado y paños teñidos.
Sin embargo, una tensión invisible flotaba en el aire. Para quienes habían estado allí hace cinco años, el eclipse parecía un mal presagio, un recordatorio de los horrores que Ravenshollow había presenciado.
Cerca de la fuente del pueblo, una mujer joven, con un vestido sencillo y un pañuelo cubriéndole el cabello, regateaba el precio de unas manzanas.
Su rostro, aunque sonriente, delataba una inquietud que no podía ocultar. A pocos pasos de ella, un grupo de niños corría detrás de un gato callejero, ajenos al lento oscurecimiento del día.
Un hombre alto con un sombrero de ala ancha se detuvo frente a un tendero, observando las telas con una expresión inescrutable.
Era Hans Bauer, cuya figura destacaba entre la multitud por su porte firme. Desde aquel juicio que había destruido su vida, Hans había permanecido en Ravenshollow, buscando una paz que parecía siempre esquiva.
Mientras tanto, en una esquina más oscura del mercado, Samuel, el herrero, observaba la escena con una sonrisa torcida.
Cinco años no habían borrado el brillo cruel de sus ojos ni el orgullo que sentía al recordar su papel en el juicio.
Las jóvenes del pueblo aún le lanzaban miradas furtivas, fascinadas por su aura de poder y peligro.
El sonido de la campana de la iglesia rompió la calma relativa, llamando a los aldeanos a misa para rezar en medio del eclipse.
Poco a poco, el bullicio del mercado comenzó a desvanecerse mientras la gente se dirigía hacia el edificio sagrado, susurrando entre ellos sobre el extraño fenómeno.
En el horizonte, la luz menguante proyectaba largas sombras sobre Ravenshollow, haciendo que el pueblo pareciera un cuadro pintado con tintas oscuras.
La oscuridad no solo cubría el cielo, sino también los corazones de quienes aún llevaban las cicatrices de un juicio que no podían olvidar.
El interior de la iglesia estaba sumido en un silencio inquieto, interrumpido solo por el murmullo de las voces que, como un río subterráneo, se deslizaban entre los bancos.
El eclipse, que ahora oscurecía casi por completo la luz del día, hacía que las sombras de los vitrales danzaran sobre las paredes como espectros burlones.
Las palabras de Abigail Harper resonaban en la memoria de los presentes como un eco maldito:
“Cuando el sol se oculte en el día, mi furia caerá sobre ustedes. Quedarán sin lengua para evitar sus falsas acusaciones, sin ojos incapaces de ver la verdad y sin manos para ejecutar sus atrocidades.”
Los aldeanos, inquietos, se miraban unos a otros, susurrando la misma pregunta que había comenzado a correr como un reguero de pólvora: ¿Sería esto el inicio de la maldición?
Silas Blackwood se levantó de su asiento, dirigiéndose con paso firme al púlpito. Su sotana negra ondeaba ligeramente mientras subía los escalones y se volvía hacia la multitud.
Sus pequeños ojos grises se pasearon sobre las caras pálidas y asustadas de los aldeanos. Alzó las manos para pedir silencio, y poco a poco, el murmullo se apagó.
—Hermanos —comenzó con voz firme—, este eclipse es una prueba más de la presencia de Dios entre nosotros. Él nos protegerá porque actuamos con justicia y desmantelamos la obra del maligno.
No teman, pues el Señor vela por nosotros, y la oscuridad solo puede devorar a aquellos que no tienen fe.
La voz de Silas, que resonaba con autoridad, lograba calmar a algunos, pero no a todos. Desde su lugar, los ojos de un niño pequeño comenzaron a llenarse de lágrimas.
Su madre lo abrazó con fuerza, murmurándole oraciones. Otros, sin embargo, parecían absortos, como si intentaran convencerse a sí mismos de que el eclipse no era un castigo divino.
Mientras Silas hablaba, un recuerdo comenzó a formarse en su mente, transportándolo al juicio de Abigail Harper cinco años atrás.
Silas subió al estrado, la madera crujió bajo su peso, pero su expresión permanecía impasible. La sala del juicio estaba abarrotada, y las miradas ansiosas se clavaban en él como flechas. Abigail Harper, con las manos encadenadas frente a ella, alzó los ojos hacia el reverendo. Silas evitó su mirada.
La voz de Aldridge resonó, autoritaria:
—Reverendo Silas Blackwood, ¿ha sido usted testigo de algún hecho o acto realizado por la acusada que demuestre no solo indicios de brujería, sino que la confirme?
El reverendo tomó aire, como si necesitara reunir fuerzas antes de responder. Sus ojos grises, fríos y calculadores, recorrieron la sala antes de posarse brevemente en Abigail.
—Realmente, no he sido testigo en primera persona de tales actos de brujería. Sin embargo —añadió, alzando un dedo como si quisiera subrayar sus palabras—, si fuese una bruja, tendría la destreza suficiente como para ocultar sus malos actos.
Lo cierto es que mi acusación se ha basado principalmente en los testimonios de los habitantes de Ravenshollow y en la responsabilidad que tenemos ante Dios de hacer justicia en la tierra por medio de su gracia e infinita sabiduría.