La bruja de Ravenshollow

Eldemere bajo las sombras.

El cielo se oscurecía en Eldemere como si la mano de un titán hubiese colocado un velo ante el sol.

Alfred Thornton alzó la vista, con la mandíbula tensa, mientras la tenue luz del eclipse transformaba las calles bulliciosas en un cuadro sombrío.

Las risas y las conversaciones en el mercado disminuían; la incertidumbre serpenteaba entre los habitantes como un viento helado.

Un ruido de pasos le hizo bajar la mirada. El reverendo Aldridge se acercaba con esa postura recta y calculadora que lo caracterizaba, su sotana ondeaba levemente al ritmo de su andar.

—Buenos días, señor Thornton. ¿Está usted bien? —preguntó Aldridge, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. Luego añadió, con un tono cargado de intención—: No creerá acaso...

—No creo en nada, reverendo —respondió Alfred con frialdad, sin molestarse en mirarlo directamente—. Es solo que, a veces, los recuerdos vuelven a nosotros de una manera inesperada.

El reverendo observó a Alfred durante un instante que pareció demasiado largo. Luego, con un tono que mezclaba desdén y autoridad, replicó:

—Yo también recuerdo esa noche.

—Me temo que usted y yo no tenemos el mismo recuerdo de aquella noche —cortó Alfred, aunque su tono traicionó un dejo de tristeza.

El reverendo inclinó levemente la cabeza, estudiándolo con detenimiento.

—Querido Alfred, Dios hizo justicia, de eso no hay duda. Igual que no debería haber duda en el corazón de aquellos que confían en la justicia divina.

Thornton percibió la amenaza implícita en esas palabras y, por un instante, sintió una ola de rabia. Pero al mismo tiempo, su memoria lo transportó a aquella sala del juicio, donde Abigail Harper había demostrado una valentía que no muchos hombres podrían igualar.

El estrado parecía más imponente bajo la sombra de Aldridge, quien proyectaba su voz para llenar cada rincón de la sala.

—Señora Harper, ¿niega usted entonces ser esposa del Maligno y llevar a cabo sus maléficas obras aquí en la tierra?

Abigail, con las muñecas atadas y el rostro marcado por el cansancio, levantó la barbilla. Sus ojos ocres brillaron con una determinación que descolocó a muchos de los presentes.

—Lo niego rotundamente, reverendo.

El murmullo que recorrió la sala fue sofocado por un gesto de Aldridge, quien continuó con la misma intensidad:

—¿Niega usted entonces haber cometido esos crímenes como sacrificio para obtener poderes sobrenaturales de su amo el Diablo?

La seguridad de Abigail era inquebrantable, pero incluso ella notó el leve cambio en la expresión del reverendo, como si no estuviera acostumbrado a recibir respuestas tan firmes.

—De verdad, ¿cree que si tuviera poderes sobrenaturales estaría aquí? —replicó Abigail, y un destello de ironía cruzó su rostro. Su voz era desafiante, incluso burlona—. ¿Acaso no cogería a mi hija y saldría volando mientras lanzo fuego por los ojos?

La sala estalló en murmullos de sorpresa y disgusto. Ella alzó la mano para calmar el ruido.

—Quiero decir, reverendo, que si yo fuese esposa del Diablo, ¿por qué no viene él a salvarme ahora mismo? El Diablo no existe, y por tanto, las brujas tampoco. ¿No lo entienden?

El rostro de Aldridge se endureció, y en sus ojos fríos apareció un brillo de ira contenida.

La voz de Aldridge lo sacó del recuerdo.

—¿Está distraído, señor Thornton?

Alfred lo miró fijamente, y aunque no dijo nada, sus pensamientos eran un torbellino. El eclipse comenzaba a desvanecerse, pero la sombra de la culpa y el remordimiento seguía cubriendo su alma.

El despacho del juez Bartholomew Hawthorne era un lugar que rebosaba autoridad, con su mobiliario de caoba oscura, estanterías repletas de volúmenes legales, y un aire de solemnidad que parecía absorber cualquier sonido que no fuese el susurro de las páginas que el juez leía.

Sin embargo, incluso en ese refugio de orden, el eclipse que teñía el cielo logró penetrar. La luz menguante que se colaba por la ventana proyectaba sombras extrañas sobre los documentos que repasaba, interrumpiendo su concentración.

Desde la espaciosa ventana que daba a la calle principal, Bartholomew observó el caos que el fenómeno astronómico había provocado entre los habitantes de Eldemere.

Las personas corrían de un lado a otro, algunas rezaban, otras murmuraban sobre maldiciones y malos augurios.

El juez apartó los documentos y se reclinó en su silla, cruzando las manos sobre su estómago. Su mirada permaneció fija en el cielo oscurecido, pero su mente lo transportó a una época que nunca había logrado superar.

No era frecuente que Bartholomew reflexionara sobre los casos que había juzgado.

Había aprendido a cerrar las puertas de su memoria con la misma precisión con la que cerraba su despacho al final de cada jornada. Pero ese día era diferente. Algo en la penumbra del eclipse le recordaba la agonía de las llamas que consumieron a Abigail Harper cinco años atrás.

—Señora Abigail, limítese a contestar las preguntas de manera clara y concisa —ordenó Bartholomew con un tono firme, intentando restaurar el orden en la corte. El rostro del reverendo Aldridge estaba encendido de ira, y por un instante, el juez temió que el hombre se lanzara sobre la acusada.

La voz de Silas Blackwood, fría y cargada de reproche, se alzó desde su asiento:
—Aún está a tiempo de confesar y salvar su alma.

Abigail Harper, desgastada por días de interrogatorios y noches en vela, levantó la cabeza. Su semblante, aunque marcado por la fatiga, todavía proyectaba una determinación férrea.

—¿Salvar mi alma? —replicó Abigail, su voz temblando de indignación—. ¿Cómo podría salvar mi alma confesando crímenes que no he cometido? ¿Cómo podría Dios perdonarme por mentir en algo tan terrible?



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En el texto hay: misterio, brujeria, crimen bosque

Editado: 11.02.2025

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