La bruja de Ravenshollow

El grito en la noche.

Una semana había pasado desde el eclipse, y Ravenshollow parecía haber encontrado un tenue equilibrio entre el miedo y la esperanza. Los aldeanos llenaban la plaza principal, intercambiando rumores entre susurros. A simple vista, el ambiente parecía más relajado: niños volvían a jugar en las calles, y las mujeres retomaban sus quehaceres en los huertos, pero el nerviosismo seguía latente, como brasas ocultas bajo cenizas.

En un rincón de la taberna, un pequeño grupo discutía en voz baja, lanzando miradas furtivas hacia la puerta, como si esperaran ser interrumpidos. Uno de ellos sostenía un rosario, convencido de que la reciente calma era prueba de la protección divina. "La Bruja de Ravenshollow sigue entre nosotros, pero no puede tocarnos mientras nuestras almas sean puras", murmuró, apretando las cuentas entre sus dedos.

En contraste, cerca del mercado, otro grupo intercambiaba opiniones más escépticas. "¿Y si todo esto fue un error? Abigail Harper pudo haber sido inocente, y el verdadero monstruo aún camina entre nosotros", dijo una voz cansada, mientras los demás asentían con miradas llenas de inquietud.

La división en el pueblo era evidente. Para algunos, el eclipse había sido una señal de advertencia, la sombra de un mal que aún acechaba. Para otros, solo había reforzado la idea de que la verdadera amenaza no era sobrenatural, sino humana, oculta tras una fachada de normalidad.

Mientras tanto, en las sombras de los bosques que rodeaban la aldea, un carromato abandonado había sido saqueado la noche anterior, y los rastros de sangre encontrados cerca del río comenzaron a alimentar de nuevo los temores en Ravenshollow. Las primeras sospechas no tardaron en surgir: para los creyentes, era prueba de que la bruja seguía actuando; para los incrédulos, era el trabajo de un asesino que se aprovechaba del miedo colectivo.

Sin que nadie lo supiera, la calma no era más que un espejismo, y la aldea pronto se enfrentaría a una nueva ola de terror.

El cielo nocturno, cubierto de estrellas titilantes, contrastaba con la penumbra que se cernía sobre la cabaña de Arthur Bane. Amara caminaba con pasos inseguros por el sendero que llevaba hasta la entrada. La lámpara de aceite que llevaba apenas iluminaba el suelo cubierto de hojas húmedas. Su respiración era un susurro en la quietud de la noche, y cada crujido bajo sus pies la hacía detenerse, temiendo que algún ojo vigilante la observara desde las sombras.

La cabaña de Arthur siempre le había provocado escalofríos. Construida décadas atrás, sus vigas de madera negra y su techo inclinado parecían inclinarse hacia ella, como si quisieran devorarla. Pero más que la construcción en sí, era el hombre quien le provocaba esa sensación. Arthur tenía una presencia imponente, y aunque nunca le había hecho daño, había algo en su mirada —un juicio constante— que le recordaba su posición.

Antes de cruzar el umbral, Amara tomó aire y levantó la lámpara. La oscuridad de las ventanas le devolvió un reflejo distorsionado: su piel canela, sus ojos claros, siempre una anomalía en Ravenshollow.

La historia de su nacimiento seguía siendo un rumor apenas susurrado, un secreto que su madre se había llevado a la tumba. Ni siquiera ella sabía el nombre de su padre blanco.

Se dispuso a tocar la puerta cuando un grito rompió el silencio.

—¡No me mates! —La voz de Arthur era un rugido lleno de terror, seguido de un crujido seco que hizo que Amara se tambaleara hacia atrás.

—¿Qué está pasando? —susurró, pero sus piernas se negaron a moverse. Otro grito desgarrador cortó el aire, acompañado por palabras entrecortadas: "Tú… no… esto no es posible".

Amara dejó caer la lámpara, que se apagó al instante, dejándola en la más absoluta oscuridad.

Se cubrió los oídos, cerrando los ojos con fuerza, intentando acallar los gritos que parecían perforarle el alma. Se dejó caer de rodillas, temblando, mientras un silencio sepulcral se apoderaba de la noche.

No supo cuánto tiempo pasó. Tal vez minutos, tal vez horas. Cuando finalmente abrió los ojos, el cielo empezaba a clarear. Se levantó, tambaleándose, y miró hacia la cabaña. "Todo fue un sueño", pensó, aunque en el fondo sabía que no era cierto.

Con pasos vacilantes, cruzó el umbral de la cabaña. Lo primero que notó fue el olor. Un hedor metálico, ácido, que le revolvió el estómago. El cuerpo de Arthur estaba tendido en el suelo, las cuencas de sus ojos vacíos, su boca sin dientes desde hacía años, dejaba ver que faltaba la lengua y sus brazos extendidos carecian de manos.

Amara retrocedió, tropezando con algo que no alcanzó a ver. Cayó al suelo, sus manos aterrizando en el charco de sangre que rodeaba el cadáver. El líquido espeso y frío empapó su ropa. Con un grito ahogado, se levantó y salió corriendo hacia el pueblo.

Cuando llegó a la iglesia, el amanecer ya bañaba las piedras con una luz pálida. El reverendo Silas Blackwood estaba de pie en la entrada, ajustándose la estola para la misa matutina. Al ver a Amara, cubierta de sangre, sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Dios misericordioso! —exclamó—. ¿Qué ha pasado, muchacha?

—Arthur… está muerto —balbuceó Amara, su voz quebrada por el pánico—. La maldición… ¡se ha cumplido!

El reverendo frunció el ceño, pero su mirada permaneció fija en Amara, como si buscara algo más allá de sus palabras.

—Ven conmigo, niña. Vamos a rezar por tu alma.

Amara asintió, permitiendo que el hombre la guiara hacia el interior de la iglesia. Mientras lo hacía, no notó cómo los ojos del reverendo se desviaban hacia el horizonte, donde el sol naciente arrojaba luz sobre Ravenshollow.

Tras el breve rezo, el reverendo Silas Blackwood miró fijamente a Amara, su expresión mezcla de severidad y compasión. Se inclinó ligeramente hacia ella, su sombra alargándose bajo la tenue luz de los candelabros.

—Quiero que me cuentes exactamente qué es lo que pasó, hija —dijo con voz firme.



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En el texto hay: misterio, brujeria, crimen bosque

Editado: 11.02.2025

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