La bruja de Ravenshollow

Sangre y nieve.

El crepúsculo teñía de tonos rojizos y púrpuras el cielo de Ravenshollow cuando Philips se encontraba aún en su carnicería, limpiando los restos del día. La sangre oscura y espesa impregnaba la mesa de cortar, y con un trapo áspero trataba de frotarla, aunque la madera ya estaba curtida por años de sacrificios. Nunca había sido su tarea limpiar el local. Eso siempre había sido cosa de Susan, su mujer. Pero esa noche, el peso de los acontecimientos lo tenía demasiado inquieto para quedarse de brazos cruzados.

Su mandíbula se tensó mientras recogía en un cuenco la grasa sobrante de las piezas de carne, una mezcla blanquecina y viscosa que más tarde Susan reutilizaría en frituras o para dar cuerpo a los guisos. Malditos todos, murmuró entre dientes, refiriéndose a los aldeanos que ahora lo señalaban. Sabía que Nathaniel Carter tenía su mirada fija en él, que sus evasivas solo habían avivado más sospechas. Pero, ¿qué demonios querían que dijera?

El chirrido de la puerta lo sacó de sus pensamientos. La voz de Susan resonó en el umbral con la aspereza de siempre.

—Philips, se te va a enfriar la cena.

Él no apartó la vista de su trabajo.

—Guárdala, mujer. Esta noche no tengo hambre.

El tono cortante de su voz no hizo más que encender la irritación de Susan.

—Haz lo que quieras. Yo me voy a acostar —dijo ella, cruzando los brazos sobre el pecho—. Y vigila el fuego antes de meterte en la cama. Con lo inútil que eres, serás capaz de quemarlo todo.

El portazo que siguió a sus palabras hizo que la vela sobre el estante temblara levemente. Philips apretó los dientes, sintiendo un calor denso en el pecho.

Maldita sea.

Dejó el cuchillo sobre la mesa con un golpe seco y se pasó una mano por la nuca sudorosa. La imagen de Nathaniel Carter volvió a su mente. Aquel maldito enviado de la Iglesia se lo estaba tomando demasiado en serio. Hurgando en cada mentira, desenterrando cada error. Y lo peor de todo es que Philips no podía confesar la verdad. ¿Cómo iba a admitir que sus noches en Eldermere no habían sido para negociar carne, sino para perderse entre los brazos de Marianne?

El pensamiento de la joven le trajo un alivio momentáneo. Ella nunca le reprochaba nada. Nunca lo miraba con el desprecio con el que Susan lo hacía. En sus visitas al burdel, Philips se sentía deseado. Ella lo hacía olvidar, aunque fuera solo por unas horas, que en su propio hogar no era más que un estorbo.

Habían pasado años desde la última vez que él y Susan compartieron el mismo lecho. Pero su cuerpo aún tenía necesidades. Y Marianne se las había cubierto todas.

Philips suspiró pesadamente, no pudo evitar preguntarse si Nathaniel Carter estaría en ese mismo momento planificando su próxima visita.

Y lo peor de todo… es que tenía la certeza de que así era.

La noche había cubierto Ravenshollow con un manto de nieve, y los primeros rayos del alba convertían la aldea en un paisaje resplandeciente. Los tejados y las ramas desnudas de los árboles brillaban como si estuvieran cubiertos de diamantes helados. En la plaza del mercado, los comerciantes comenzaban a montar sus puestos, abrigados hasta las cejas contra el frío cortante de enero.

Aurora Turner acomodaba sus telas y tintes, sacudiendo la escarcha de los rollos de lino y lana. La delgada mujer se envolvía en capas de ropa, con una bufanda gruesa que apenas dejaba ver sus ojos pequeños y vivaces.

A pocos metros de allí, Ethan Dyer organizaba su improvisado estante con la ayuda de Harri Main. El aprendiz, con las mejillas enrojecidas por el frío, sostenía un tablón de madera mientras su patrón lo aseguraba sobre dos barriles. Pronto, aquel tosco mostrador se llenaría de hogazas doradas y crujientes, con su aroma cálido impregnando el aire helado.

Hans Bauer ayudaba a Greta a montar su pequeño puesto de ungüentos y remedios. Ella se encargaría de las ventas mientras él atendía a los enfermos en su consulta o realizaba visitas a domicilio.

—Esto ya está —dijo Hans, sacudiendo las manos para entrar en calor—. Deberías abrigarte más, el aire corta como un cuchillo.

—Gracias, eso haré —respondió Greta sin mirarlo, con la vista fija en Samuel Collins, que ya encendía su fragua.

Hans fingió no darse cuenta, pero una punzada de celos le atravesó el pecho. Sabía que su esposa tenía una aventura con Samuel, aunque no tenía pruebas. Solo intuiciones, miradas furtivas, gestos demasiado familiares. Pero aún no era el momento de enfrentarlo.

—Voy a la taberna a ver si encuentro a Nathaniel Carter. Tengo que hablar con él. A la vuelta, iré a ver a Peter; el carpintero ha estado muy desmejorado últimamente.

Greta apenas le dedicó una despedida, todavía observando a Samuel mientras el herrero se pavoneaba con su musculoso cuerpo.

Hans se encaminó hacia El descanso del cuervo. Al abrir la puerta, una oleada de calor lo envolvió de inmediato. El fuego ardía en la chimenea desde hacía varias horas, llenando el ambiente de un aroma a madera quemada y especias.

Echó un vistazo a su alrededor. George Wright, el hermano de Eleanor, trabajaba detrás del mostrador, sirviendo gachas de avena con miel y trozos de pan recién horneado a los aldeanos más madrugadores. El muchacho, que contaba ya con veintidós años, había encontrado trabajo en la taberna después de que el esclavo de los taberneros, Josiah, desapareciera sin dejar rastro.

Al otro lado de la sala, en una mesa apartada, Nathaniel Carter bebía una jarra de sidra caliente y comía un panecillo con queso curado.

—Buenos días, señor Carter —saludó Hans, interrumpiendo el sorbo de Nathaniel.

—Buenos días, doctor —respondió el joven, indicándole con un gesto que tomara asiento—. ¿Desea tomar algo?

—No se preocupe, solo vengo a informarle de algo que descubrí ayer.

Nathaniel dejó la jarra sobre la mesa y le dedicó toda su atención.

—Dígame, doctor.

Hans se inclinó ligeramente sobre la mesa.



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En el texto hay: misterio, brujeria, crimen bosque

Editado: 11.02.2025

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