El amanecer en Ravenshollow era gris, cubierto por una neblina baja que se arrastraba entre las casas como un presagio de algo oscuro. Peter Miller se removió en la cama, sintiendo un frío inusual en el lado donde debería estar su esposa. Estiró la mano, pero solo encontró sábanas frías y arrugadas.
—¿Mery? —llamó con voz ronca, incorporándose lentamente.
No hubo respuesta.
Peter frunció el ceño y se pasó la mano por la cara. Quizá había ido a la cocina a preparar algo caliente. O tal vez se había despertado temprano para ir al mercado. Pero la sensación en su pecho le decía que algo no estaba bien.
Descalzo, cruzó la habitación y salió al pasillo. La casa estaba en penumbras, con un silencio que le pesó en los oídos. Bajó los escalones de madera con cautela, y fue entonces cuando la vio.
Mery estaba en el suelo de la sala.
Su cuerpo yacía desparramado sobre la alfombra de lana, con la cabeza ladeada y en los ojos unos huecos, fijos en el vacío. Su piel tenía un tono grisáceo, y un rastro de sangre oscura manchaba la comisura de sus labios.
—¡Mery! —El grito de Peter retumbó en las paredes de la casa.
Se arrodilló a su lado y la tomó entre sus brazos, pero su cuerpo estaba rígido, sin vida. Un temblor recorrió su espalda cuando notó que las manos de su esposa no estaban al final de sus muñecas rígidas, como si hubiera tratado de aferrarse a algo en sus últimos momentos.
El horror lo golpeó con la fuerza de un martillo.
No sabía cuánto tiempo pasó hasta que sus piernas lo obligaron a levantarse y correr fuera de la casa, sin importarle que estuviera descalzo y solo vistiera su ropa de dormir. Salió tambaleándose a la calle y gritó con todas sus fuerzas.
—¡Auxilio! ¡Mery está muerta!
Las primeras puertas se abrieron, y en pocos minutos la gente comenzó a congregarse, alarmada. Un par de mujeres se llevaron las manos a la boca al ver el rostro desencajado de Peter, mientras los hombres se acercaban con precaución.
Alguien corrió a tocar la campana de la iglesia.
La iglesia de Ravenshollow estaba repleta. Casi todo el pueblo había acudido a la ceremonia donde el obispo Matthias Carter, con su porte solemne y sus vestiduras impecables, se disponía a formalizar el compromiso de su sobrino Nathaniel con Clementine Fairburn.
Clementine estaba radiante en su asiento, con un vestido de satén azul celeste adornado con encajes. Su cabello, recogido en un elegante moño con finos hilos de perlas entrelazados, resaltaba la pureza de su cuello y la delicadeza de sus rasgos. Sonreía con emoción contenida mientras el obispo hablaba.
Nathaniel, sentado a su lado, escuchaba las palabras de su tío sin la misma efusividad. Mantuvo el rostro sereno, aunque en su interior sentía una inquietud que no podía explicar. Desde la noche anterior, algo le rondaba la cabeza.
Pero el acto fue abruptamente interrumpido cuando la puerta de la iglesia se abrió con un golpe.
—¡Señor Carter! —Un joven aprendiz de herrero, con el rostro desencajado y la voz agitada, corrió hasta el altar—. ¡Señor Carter, señor Blackwood! ¡Mery Miller está muerta!
El murmullo se extendió como un incendio por toda la iglesia.
Clementine se llevó una mano al pecho, sorprendida. Beatrice Langley se giró en su asiento, indignada por la interrupción. George Wright frunció el ceño con una expresión sombría, mientras Cibyl, sentada a su lado, apretó los labios con una mezcla de miedo y ansiedad.
Samuel Collins, en una de las bancas traseras, observó la reacción de Eleanor Wright con gran interés. La muchacha palideció y bajó la mirada, sintiendo que un escalofrío le recorría la espalda.
Nathaniel se puso de pie de inmediato.
—¿Cómo murió?
—Peter la encontró esta mañana. Estaba en su casa… sin vida. No sabemos qué pasó, pero… dicen que su rostro estaba de un color extraño, y tenía sangre en la boca.
El obispo Matthias frunció el ceño y alzó la voz.
—¡Que nadie salga de la iglesia hasta que se esclarezca lo sucedido!
Pero Nathaniel ya había empezado a caminar hacia la puerta.
Silas Blackwood lo alcanzó con rapidez, con el ceño fruncido y el semblante grave.
—Señor Carter, déjeme recordarle que su deber es con la iglesia, y en este momento—su mirada se dirigió fugazmente a Clementine—, con su prometida.
Nathaniel se volvió hacia él con una mirada fría.
—Mi deber es con la verdad.
Y con esas palabras, salió de la iglesia rumbo a la casa de los Miller, sin saber que lo que estaba a punto de descubrir cambiaría el rumbo de la investigación.
El interior de la casa estaba en penumbra, iluminado solo por las lámparas que algunos aldeanos sostenían con manos temblorosas. El aire era denso, impregnado con el aroma inconfundible de una vela apagada hacía poco y algo más… un leve dejo metálico que Nathaniel apenas percibió al dar un paso dentro.
Mery yacía en el suelo de la sala, exactamente como la maldición lo había descrito. Nathaniel sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. No importaba cuántas veces hubiera enfrentado la muerte, aquella escena tenía algo perturbador, algo que le hablaba en susurros oscuros de un crimen meticuloso, quizá premeditado.
Peter estaba arrodillado junto a su esposa, el rostro blanco como el pergamino. No dejaba de mirarla con una mezcla de incredulidad y horror.
—No puede ser… —murmuró—. No puede ser…
Junto al cuerpo, un frasco de cristal había rodado hasta quedar de lado. Unas gotas espesas aún se adherían al interior del vidrio.
Hans Bauer se inclinó para examinarlo con el ceño fruncido.
—Esto es beleño negro —dijo tras unos segundos, girando el frasco con dedos expertos—. No cualquier campesino sabría usarlo así.
—¿Cómo actúa? —preguntó Nathaniel, aunque en su interior ya intuía la respuesta.
Hans lo miró con gravedad.
—Si se administra poco a poco, debilita el cuerpo y nubla la mente. Pero en la cantidad suficiente, paraliza el corazón.