No puedo recordar cuántas veces había estado en aquel pasillo tenuemente iluminado, cuyas paredes blancas exhibían una colección de cuadros sobre fruteros, macetas floreadas, playas y retratos de damas elegantes. Se desplegaban con orgullo, como si los dueños del lugar se regodearan en toda la cruda y desalmada técnica que componía su colección. Me encontraba perdido en ese siempre cambiante y afluente pasillo, vagando sin rumbo alguno. No importaba cuánto me esforzara, no podía encontrar el final de esa infernal estructura. Hasta que, en mi incansable peregrinaje, mis sentidos finalmente experimentaron algo diferente, el sonido de papel siendo estrujado. Aquello fue todo lo que necesitó mi espíritu para llenarse de júbilo, pues mostraba indicios de cambio y una meta concreta a la que aspirar.
Dirigiéndome tan rápido como podía hacia el origen de aquel sonido, finalmente pude encontrar lo que tanto tiempo me había intrigado: una puerta. Había llegado al final del pasillo.
Al atravesar el umbral de la puerta, lo primero que captaron mis sentidos fue el suelo colorido, compuesto por cerámicas organizadas de manera torpe e infantil en un intento vano de imitar un ocaso. En el centro de la habitación se encontraba una mesa rústica y un mueble de madera tallada que albergaba figuras exóticas y arcaicas. Combinado con el crepitar de las llamas provenientes de la chimenea frente a mí, daba la impresión de pertenecer a una época olvidada. Frente a la chimenea, noté la figura encorvada de un chico que observaba con enojo en su rostro mientras un papel rugoso se consumía en las llamas. La leyenda en el papel proclamaba: 'Prevenimos su influencia', y estaba acompañada por la imagen de un hombre y una mujer empuñando armas de fuego, luchando contra lo que parecía ser una quimera con cabeza de oso y cuerpo de toro. Lamentablemente, no pude contemplar esa imagen por mucho tiempo, ya que rápidamente se consumió en las llamas del hogar.
Habiendo presenciado el resultado de sus acciones, la figura del chico se dirigió al patio de la casa y se acomodó en una de las reposeras, entre los árboles marchitos por el frío otoñal. Encendió el tocadiscos que reposaba a su lado, y este, desde sus entrañas mecánicas, comenzó a reproducir la melodía de un piano. Sus notas invariables resonaron con melancolía en medio de la desoladora imagen de la vegetación muerta en una mañana de otoño. Dejándose llevar por la armonía atmosférica, el chico se transportó a un lugar donde las emociones e ideas danzaban en un eterno vals imaginario. Esta sensación se intensificó cuando el violín hizo su entrada, ahogando cualquier otro sonido con sus cuerdas llenas de desesperanza. El chico incluso sintió cómo su propia existencia se desvanecía en la melodía que ahora componía su mundo, permitiendo que su espíritu cruzara el umbral de la creación para fundirse con su voluntad.
Sin embargo, un ruido estridente lo despertó de su ensueño. Saltando de la reposera, dirigió su mirada en todas las direcciones en busca del origen de aquel horrendo escándalo, hasta que finalmente encontró algo que captó su atención: la escotilla de madera que cubría el agujero del entretecho se había caído, liberando todo su húmedo y oscuro miasma hacia la realidad tangible y sensible.
El chico subió a regañadientes las escaleras y cruzó el techo hasta llegar donde se encontraba la escotilla caída, con el fin de colocarla nuevamente en su lugar y así poder regresar a reposar en el paraíso melódico que tanto anhelaba. Sin embargo, cometió el error de observar las insondables profundidades del agujero, lo que provocó que soltara un grito de terror abyecto al percatarse de que tras el velo tenebroso, unos grandes ojos amarillos lo observaban impasibles.
Cegado por el pánico, el chico tropezó al intentar dar la vuelta y escapar. En ese momento, el miedo era la única sensación que daba forma a su mundo, compuesto únicamente de caóticos torbellinos de impresiones inconexas que paralizaban su cuerpo y mente. Aun así, sus sentidos percibían el sonido de algo pesado arrastrándose contra las piedras, mientras los monstruosos ojos ambarinos parecían hacerse cada vez más grandes. Una luz anaranjada emanaba de esos ojos y se extendía por todo el hueco del entretecho hasta su boca. La magnitud de la luz era tal que tuvo que esforzarse por mover sus paralizados brazos para no quedar completamente ciego.
En ese instante, sintió cómo algo sujetaba su pierna, arrastrándolo por el suelo en dirección a la luz. Desesperadamente, movió sus extremidades en un intento vano por escapar. En medio de su angustia, mordió a la criatura que tenía cautiva su pierna y descubrió que se trataba de un ciclópeo tentáculo rojo grisáceo. Sin embargo, no tuvo mucho tiempo para comprender lo que estaba sucediendo, ya que desde las profundidades del hueco, un inmenso chillido resonó, trayendo consigo tres tentáculos más.
Un grito de espanto volvió a escapar de sus labios mientras se arrastraba torpemente con el miedo reflejado en su rostro. Luchando por ponerse de pie y correr sin tropezar, descendió las escaleras y regresó al jardín. En su huida, empujó su tocadiscos y lo arrojó al suelo.
Una vez logró escapar de esa casa maldita y llegó a la calle, el chico se detuvo para recobrar el aliento. Deseando asegurarse de que nadie ni nada lo estuviera siguiendo, se volvió hacia su casa y soltó un suspiro de alivio al confirmar que no lo habían seguido. Sin embargo, a medida que su estado mental mejoraba, comenzó a notar que algo no estaba bien.
En las calles, no había ningún ser vivo perceptible y ninguna luz iluminaba las ventanas de las casas. Ni siquiera los grillos o las aves llenaban el silencio con sus melodías ancestrales. Una extraña sensación de desolación se apoderó de él, como si hubiera ingresado en un mundo vacío y deshabitado.