La caída de Falagor

CAPITULO VI: Los Antiguos

Los Antiguos eran los seres más poderosos jamás creados, dotados de habilidades superiores por el dios que dio forma al mundo, Altraszthull. En los albores del tiempo, asumieron la tarea de modelar la tierra y guiar a las primeras razas mortales, los hombres, que habitaban en ella. Bendecidos con la inmortalidad, un don que ninguna otra raza podía reclamar, los Antiguos se convirtieron en los guardianes del mundo, dedicándose a cumplir la voluntad de su padre creador y comprometidos con el desarrollo de esa creación incipiente.

Durante mil años, guiaron a la raza mortal de los hombres en su búsqueda de supervivencia, recordándoles siempre su incondicional agradecimiento hacia el dios creador, quien les había otorgado todo lo que poseían y conocían. A lo largo de este tiempo, aprendieron a vivir en armonía unos con otros en un mundo que seguía evolucionando. Sin embargo, en pocos siglos, se hicieron tan fuertes y crecieron tanto que el control de los antiguos sobre ellos se volvió cada vez más débil y poco efectivo. Sus dominios se extendían por vastas tierras, su comprensión del mundo se había profundizado notablemente, y sus ciudades y aldeas se asentaban en valles, montañas y bosques. Pero, a la par, la codicia empezó a apoderarse de ellos, y fue esta misma ambición la que, años más tarde, les traería la desgracia como consecuencia de su osadía y desobediencia.

Los siguientes cien años transcurrieron de manera terrible y dolorosamente dura. Las innumerables guerras y campañas de conquista entre los hombres llevaron al mundo a una rápida degradación. Como bestias sin conciencia, se exterminaron entre sí para demostrar su poder y grandeza, arrasando todo a su paso, eliminando toda forma de vida silvestre y destruyendo la perfección de la creación.

Los Antiguos, por orden de su padre creador, se vieron imposibilitados de intervenir en los asuntos de los mortales. Él sostenía firmemente que la inteligencia que había otorgado a aquellas razas primitivas debía ser suficiente para que ellas mismas detuvieran las calamidades. Si no lograban hacerlo, su creador estaba decidido a arrebatarles el don de la creación, erradicando toda existencia para comenzar de nuevo. Aunque afligidos por las desgracias que asolaban a la humanidad, los Antiguos solo podían observar con tristeza su lenta decadencia. A sus ojos, la raza humana parecía incapaz de ceder ante su propia perversidad. Altraszthull, el creador del mundo permitió que se consumieran por completo, pues su ira y arrepentimiento lo llevaron a renegar de ellos por haberlos moldeado de esa manera. En aquel tiempo, a los mortales poco les importaba lo que el dios creador había destinado para ellos en un mundo en el que no mostraban el más mínimo agradecimiento por el don de la vida. Y aún menos les importaría en ese momento, bañados en poder y odio.

Las batallas interminables se prolongaron durante muchos años, y los Guardianes, que más tarde serían conocidos como los Draalar, se negaron a permanecer como meros espectadores de tales atrocidades. Desobedeciendo la orden de su padre, decidieron ceder una parte de su poder mágico para fortalecer las fuerzas de la última resistencia, liderada por Kalmenar, quien eventualmente sería conocido como el Protector del mundo. Su intención era poner fin a la tiranía, ya que creían firmemente que no todos debían enfrentar el trágico destino que su creador había dispuesto para ellos y que, a pesar de que algunos merecían ser salvados, serían arrastrados injustamente a la furia de su Padre.

Así, impulsados por el poder arcano que los Guardianes les otorgaron, marcharon contra el tirano Zhaman, conocido como El Conquistador, y lograron derrotarlo. Con esta victoria, la opresión y la crueldad fueron eliminadas; sin embargo, la muerte también se alzó triunfante. Muchos inocentes habían perecido, y los campos de batalla estaban cubiertos de incontables cadáveres. Kalmenar se sintió abrumado por la tristeza y el dolor al contemplar la devastación causada por la malicia humana. Decidió entonces que se construyeran pilas funerarias en todo el campo de batalla para cremarlos. Cuando las llamas comenzaron a arder, se elevaron de manera impresionante, visibles a miles de leguas. Era una escena tanto majestuosa como trágica, un vil ejemplo y un triste recordatorio de la crueldad de la humanidad, un legado que perduraría en la historia de los años venideros.

Los Antiguos, a pesar de todo lo que habían alcanzado, no podían olvidar las consecuencias de sus actos hacia su Padre. Tal y como lo habían temido, este pronto llegó a juzgarlos. Altraszthull se manifestó con furiosos vientos que soplaban de este a oeste, oscureciendo el cielo y reuniendo nubes negras sobre Farihem, su antiguo santuario. Los truenos resonaron, agrietando el firmamento, y relámpagos poderosos impactaron la tierra, mientras una lluvia incesante caía sobre ellos. En ese momento, comprendieron que su creador finalmente les estaba infligiendo un castigo.

Casi estaba a punto de destruir por completo el santuario y a los Draalar junto a él. Sin embargo, el más grande y sabio de los Draalar, Seledrim, elevó su súplica a Altraszthull, implorando en nombre de sus hermanos por un perdón ante su desobediencia. Propuso un pacto: continuarían existiendo en la tierra, cumpliendo con su misión de ordenar y sanar el mundo, tal como lo habían hecho en el pasado. A cambio, aceptarían renunciar a su inmortalidad y se convertirían en una raza mortal como cualquier otra.

Altraszthull, conmovido por su bondad inigualable, accedió a su petición. Les permitió seguir viviendo y manteniendo su poder para ayudar en toda la creación, pero a cambio tomó su inmortalidad como precio por su desobediencia. Sin duda, esto los pondría en desventaja frente a los mortales, ya que eran los guardianes del mundo. Sin embargo, también les ofreció la posibilidad de tener vidas más largas y, al llegar su fin, podrían reencarnar en nuevos cuerpos para continuar con su sagrada misión.




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