La calidez del invierno

02

 

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Los golpes de la anciana fueron suaves palmadas en comparación con las exclamaciones escandalizadas de mi madre, quien, al ver mi labio lastimado, me echó en cara cuán certeras fueron sus advertencias.

—Pero no quisiste quedarte a ayudarnos en la tienda, ¡y mira nada más!

—Supongo que esto no es el resultado de un beso apasionado.

Dai Ming, mi padre, ingresó a la sala de manera repentina, curioso tras escuchar los gritos de su querida esposa, pues era poco habitual que Claudia Rojas alzara la voz de esa manera. Sin embargo, su preocupación maternal siempre había ido en contra de su naturaleza pacífica.

—¡Dile algo, Ming! —insistió mamá.

—¿Qué puedo decir? —preguntó él, genuinamente indeciso.

La mujer puso los ojos en blanco, después alzó las manos al cielo como si se hubiera dado cuenta que el suministro de paciencia se le había agotado.

—Al menos podrías decir que deje ese trabajo y nos ayude en la fonda.

—¡No! —exclamé de inmediato. Tal como conocía a mis progenitores, papá terminaría accediendo a todo aquello que ella tuviera para decirle—. Prometo ser más cuidadoso a la próxima, por favor…

Sin una pizca de compasión, mamá se volvió hacia su marido quien, tentándose el corazón, se permitió dudar.

—Bueno, parece dispuesto a continuar en su primer empleo. ¿Quiénes somos nosotros para destruir su determinación?

Lleno de esperanza, me giré hacia mi madre. Ella respiró hondo, mientras que yo cruzaba los dedos. Cuando dio un leve asentimiento, sonreí.

—¡Muchas gracias! —me apresuré a decir, antes de que alguno intentara retractarse—. Prometo que no me meteré en problemas otra vez.

Me levanté del sillón y corrí hacia la puerta que estaba al fondo del pasillo. Una vez entré a mi habitación, saqué los cuadernos donde hacía mi tarea. Entre tanto, recibía mensajes de Amanda, quien tuvo la osadía de arruinar mi noche al preguntarme cómo habían ido las cosas con Muñoz. Pese a que no lo hacía por malicia, ya que desconocía mi primer encuentro con él, no pude evitar soltar una maldición.

«¿Cómo tomó la noticia?», preguntó, tal vez ansiosa por leer alguna respuesta.

Usualmente pondría «bien», mas no estaba seguro de si esa era la palabra adecuada tras tener un primer mal encuentro con Muñoz. Quizá no había querido burlarse a consciencia, pero habría apreciado que tuviera un poco de disimulo y se fuera sin decir nada. Aunque la honestidad era mi valor favorito, en ese tipo de situaciones las mentiras eran más razonables.

«Supongo que bien», terminé escribiendo.

«¿Por qué dices eso? ¿Se enojó?»

«Sólo puso un “Claro”. Aunque, bueno, no le dije que habías pedido un cambio de pareja.»

«¡Eres un santo, Dai! Te debo una», respondió junto a un montón de emoticones con corazones y sonrisas.

Preferí olvidarme del tema y le pregunté sobre los postres. Gustosa, me contó a detalle sobre lo deliciosos que eran y que no pudo parar con uno solo. Hasta que el reloj marcó la 1 a.m. fue que decidí terminar la conversación y dormir. No obstante, tan solo pensar que dentro de unas horas después tendría que enfrentarme al rockalero de nuevo, no pude dormir en absoluto, pues llené mi cabeza de cosas inútiles como: ¿Debería ser cordial con él? Es decir, sigue siendo familia de mi jefe y no quiero ser despedido en mi primer empleo.

Sentí que había cerrado los ojos por dos minutos y, cuando me levanté, noté frente al espejo las ojeras bajo mis ojos y las líneas rojas al lado de mis irises.

—Debe ser una broma —me dije, tocando con cuidado las bolsas oscuras.

Me resigné a parecer un desvalido y me puse un gorro de lana sobre mi alborotado cabello marrón, pues no estaba de ánimos para peinarlo. Tras darme un último escrutinio frente al espejo, asegurándome de que al menos mi atuendo no fuera del todo lamentable, miré la foto que reposaba frente a mí. Era un pequeño papel viejo y roto en las esquinas que me negaba a tirar. Era la única foto que conservaba de Shen.

Al ver esa sonrisa resplandeciente, apagada por la vejez de la imagen, recordé las palabras escritas en la pantalla de mi celular y pensé en lo impredecible que es la realidad y que los polos opuestos podían existir en una misma persona.

Meneé la cabeza y me di un par de palmadas en las mejillas para despertar. Corrí hacia la cocina y desayuné en una velocidad casi increíble, escuchando los regaños de mi madre.

—Te dará el «dolor del caballo» si comes así.




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