—Sé lo que vas a decirme —dije mientras observaba la imagen de Shen apoyada en el marco de mi espejo—: es una locura. Y créeme, soy consciente de eso.
Sabía que la fotografía no iba a responder, pero podía imaginar claramente qué tipo de expresión haría él en ese momento.
A pesar de que apenas había pasado un par de horas desde que discutí con Vicente, ya me sentía nervioso por mi decisión. Aun así, sin importar cuánto temor sintiera, no iba a echarme para atrás. Tal vez Muñoz parecía un tipo duro en el exterior, mas albergaba la esperanza de que eso no fuera más que su forma de protegerse de los idiotas. Yo no era ni por asomo como ellos, así que tenía una oportunidad.
Después de comer mi desayuno con una calma superficial, caminé hacia la universidad. Ahora que solo faltaban tres días para «El Grito» las calles estaban llenas de decoraciones de distinto tipo, con los mismos tres colores. Sin importar que apenas eran las ocho de la mañana los vecinos ya estaban empezando a salir de sus casas; el vendedor de banderas, silbatos y cualquier tipo de adorno empujaba su carrito hacia el centro para ofrecer la mercancía. No había duda, septiembre pudo haber sido mi mes favorito si no fuera porque las apestosas lluvias seguían inundando la ciudad de vez en cuando.
Esa mañana el frío fue tan intenso que tuve que llevarme una chamarra, un gorro y una bufanda, y eso que nunca fui débil ante las temperaturas bajas.
Tal vez habría faltado a clases ese día si no fuera porque me tocaba una de mis materias favoritas: el taller de Creación Literaria. De lo contrario me habría quedado en cama aquel sábado hasta que mamá intentara levantarme.
Entré al salón mientras bostezaba. Casi siempre era quien llegaba primero porque me gustaba la calma de un aula de clases silente. Esa ocasión fue distinta.
—Buenos días —pronuncié cuando noté que Muñoz yacía en uno de los asientos del fondo, con las manos en sus bolsillos y los ojos cerrados.
Él respondió con un asentimiento de cabeza que me pareció bastante cómico, pues tenía la mitad de su rostro enterrado en la bufanda roja que llevaba puesta. Adicional a eso, parecía que se puso dos sudaderas y una chamarra, mientras que sus piernas estaban cubiertas únicamente con un pantalón oscuro de mezclilla, cosa que le hizo ver como uno de los gemelos regordetes de «Alicia en el País de las Maravillas».
Siendo honesto, me sorprendió un poco que alguien como él se pusiera un color tan escandaloso como el de su bufanda ya que solía ir de colores oscuros como el negro o gris. Ese día parecía que su bufanda fuera lo único con vida en su atuendo.
Sin pensarlo mucho, caminé hasta llegar a su lado y tomé asiento.
—Gracias por lo de ayer —dije con la mirada en el pizarrón. Como no escuché que contestara, viré mi rostro y me encontré con una expresión de confusión, así que agregué—: Por lo del USB. A pesar de que prometí llevarlo, lo perdí.
Noté cómo el entendimiento llegó hasta su rostro.
—No fue nada.
Volví a mirar hacia el frente cuando un silencio incómodo nos invadió. ¿Qué debía de hacer para ser su amigo? La noche anterior investigué un poco sobre ello en internet, pues nunca había sido muy bueno charlando con desconocidos; Shen era quien solía ocuparse de ello. En una de las fuentes que consulté decía que debía de ser yo mismo, pero ¿cómo iba eso a servirme de algo? Como ya dije, nunca fui bueno para acercarme a los demás. También sería inútil intentar ser como Han Shen, pues él siempre lograba transmitir calidez hacia los demás y algo como eso no era sencillo de imitar: eso era una cualidad con la que se nacía.
—Concéntrate —me ordené en un murmullo apenas audible, esperando que Muñoz no hubiese escuchado aquello. Le miré por el rabillo de ojo y de nuevo cerró los ojos como si esperara dormir un poco.
Recordé que en otra página decía que debía hacer contacto visual mientras trataba de avivar la conversación. Otro problema: Muñoz me intimidaba tanto que me costaba mantener los ojos puestos en los suyos. Además, primero debía pensar en lo que le diría, de lo contrario era muy capaz de soltar una estupidez que lo asustara.
«Quizá debería preguntarle por sus intereses», pensé. Me giré para mirarle. ¿Qué tipo de intereses podría tener? Sí, siempre vestía como si fuera una mezcla entre un rocanrolero y un metalero, pero iba a ser muy grosero decirlo en voz alta.
—Te gustan mucho los suéteres, ¿verdad? —se me escapó decir luego de mirarle por un rato. Bueno, eso sí podía considerarse como una estupidez, él mismo me lo confirmó cuando se mostró confuso. De inmediato, mis orejas se calentaron—. Quiero decir, porque traes muchos suéteres puestos.
—Tengo frío —se limitó a responder.
—Está haciendo —confirmé—. Este año parece ser más frío que el anterior, ¿no es cierto?