La casa de los relojes

El inquilino fantasma

Helena llegó a las puertas de la Mansión Altamar un martes nublado de noviembre. El viento del bosque aullaba con una persistencia fría, y las hojas parecían crujir con un ritmo propio, como si algo invisible caminara sobre ellas. La casa era inmensa, gótica, adornada con estatuas agrietadas y relojes empotrados en las paredes exteriores, todos congelados a distintas horas.

Había sido contratada para restaurar la colección de relojes antiguos que pertenecieron a la familia Altamar, una línea noble desaparecida misteriosamente hace más de un siglo.

El mayordomo —un hombre encorvado, silencioso— la recibió sin decir su nombre. Solo asintió y la guió por pasillos largos con alfombras deshilachadas y cortinas pesadas como mortajas. Cada habitación tenía un reloj distinto. Ninguno funcionaba.

Durante su primera semana, Helena trabajó en silencio. Había algo reconfortante en el tic-tac que comenzaba a devolverle a cada reloj. Uno por uno, los engranajes volvían a moverse, como si despertaran de un largo sueño.

Pero una noche, al dar la medianoche, escuchó un tic-tac que no venía de su mesa de trabajo. Era más fuerte, más profundo… venía del ala prohibida de la casa. El mayordomo le había dicho que esa zona estaba sellada desde la muerte del último Altamar.

Sin poder resistir la curiosidad, siguió el sonido hasta una puerta doble de roble negro. Estaba entreabierta.

Entró.

Era una habitación abovedada, vacía, excepto por un único reloj gigante en el centro. No funcionaba. Pero alguien estaba ahí, de espaldas a ella: un joven con abrigo largo y cabello oscuro, mirando el reloj.

—No deberías estar aquí —dijo, sin volverse.

—¿Quién eres tú? —preguntó Helena, dando un paso atrás.

Él la miró por fin. Sus ojos eran de un gris pálido, tristes, antiguos.

—Yo vivo aquí. Más tiempo del que imaginas.

Antes de que pudiera decir algo más, el reloj emitió un campanazo seco. Helena parpadeó… y él había desaparecido.

Desde entonces, Helena lo vio en sueños. A veces lo encontraba en los reflejos de los cristales. Y una noche, lo escuchó hablarle mientras trabajaba:

—Gracias por devolvernos el tiempo. Pocas manos tienen el don.

Ella creía estar perdiendo la razón. Pero cada día algo dentro de ella se inclinaba hacia esa voz, esa presencia. No era amor. No aún. Era… vínculo. Extraño, inquietante. Familiar.

Un día, encontró una carta en su escritorio. La tinta antigua, el papel quebradizo.

“El tiempo se detuvo para mí el día que ella cayó al fuego. Desde entonces espero, reloj por reloj, que el mundo la traiga de regreso. ¿Serás tú, acaso?”

El corazón de Helena latió con fuerza. Ella no era ella. O al menos, no lo creía.

Pero algo dentro de los engranajes de esa casa, y algo dentro de ella, estaba despertando.

Los días siguientes, Helena intentó convencerse de que había imaginado al joven del reloj. Se enfocó en su trabajo, sumergiéndose en los mecanismos, engrasando engranajes oxidados y ajustando péndulos como si con eso pudiera alejar la voz grave que seguía oyendo por las noches.

Una tarde encontró un cuaderno escondido bajo una losa suelta del suelo del taller. Estaba cubierto de polvo y telarañas, pero adentro había dibujos de relojes, fórmulas de tiempo... y retratos. Retratos de una mujer.

Tenía el rostro de Helena.

En las últimas páginas, el mismo nombre una y otra vez:

“Lidwine”

No era su nombre. Pero al pronunciarlo en voz baja, algo en su interior respondió como un eco dormido.

Esa noche, el reloj de la habitación central volvió a sonar. Esta vez no hubo duda: el joven estaba ahí, sentado en una poltrona cubierta de polvo, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas.

Helena sintió miedo… pero no se fue.

—¿Eres tú quien me deja mensajes? —preguntó. Su voz temblaba, pero no retrocedió.

—Fuiste tú quien despertó los relojes. Yo solo… respondí.

Él levantó la mirada, y por primera vez no se desvaneció.

—No me llamo Lidwine —dijo ella, intentando sonar firme.

Él asintió lentamente.

—No todavía.

—¿Qué eres? —preguntó, casi en un susurro.

—No lo sé. Un recuerdo, tal vez. Un error del tiempo. Estoy anclado a esta casa… por ella. Por ti.

—Yo no soy ella —insistió Helena.

—No... —dijo él, bajando la voz—. Pero el tiempo se repite de maneras que ni la muerte puede controlar.

Helena se sintió atrapada entre dos mundos: el racional que conocía, y ese otro, suave y oscuro, que empezaba a envolverla como una manta húmeda. Sentía un lazo invisible con él. No cariño. No amor. Atracción. Dolor. Melancolía.

Un día, mientras exploraba las habitaciones que aún no había tocado, Helena entró en una sala cerrada con llave oxidada. Allí encontró un espejo enorme, con marco dorado y vidrios manchados. Cuando se miró, no se vio a sí misma. Vio a otra mujer. Vestido antiguo, cabello recogido, piel pálida.

La mujer —ella— lloraba en silencio. Y detrás de su reflejo, estaba él, el joven.

Pero cuando Helena se giró, no había nadie.

Ese mismo día, el mayordomo la encontró sentada frente al espejo, temblando.

—Es mejor que no juegue con los reflejos de esta casa, señorita Helena —dijo él, con voz grave—. Hay cosas que quieren regresar.

Ella lo miró, helada.

—¿Quién era Lidwine?

Él suspiró.

—La prometida del último heredero de los Altamar. Murió trágicamente. Nadie sabe si fue un accidente… o si él la empujó.

—¿Cómo murió?

—Cayó al fuego. Y con ella, la última campanada de esta casa.

Esa noche, cuando volvió a la sala del reloj central, el joven la esperaba.

—Tú me conociste una vez, antes de que el tiempo nos separara —le dijo.

—No quiero ser parte de una tragedia repetida —respondió ella, con voz quebrada.



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En el texto hay: misterio, romance, terror

Editado: 15.08.2025

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