Las Mañanas Grises
Desde que el reloj central volvió a dar una campanada, Helena no ha sido la misma.
Despierta con los dedos entumecidos, como si hubiera trabajado en sueños. Su mente, por momentos, se siente como una habitación antigua llena de muebles tapados con sábanas: cosas ocultas, a punto de ser descubiertas.
Durante las mañanas, trabaja en silencio, anotando cada pequeño avance con los relojes. Ya ha reparado doce. Pero cada uno que cobra vida le genera más preguntas. ¿Por qué se siente aliviada cuando escucha el tic-tac? ¿Por qué cada engranaje parece conectarse con algo más profundo?
Y, sobre todo, ¿quién es él?
2. Una conversación con el silencio
Helena no volvió a verlo desde aquella noche.
Pero no está sola.
Lo siente.
Algunas noches, el reloj del pasillo marca las tres de la madrugada, sin que lo haya reparado.
Algunas tardes, escucha pasos suaves sobre la alfombra, como si alguien caminara junto a ella… y se detuviera a mirar lo que escribe.
Una vez susurró en voz baja:
—¿Quién eres?
El aire se volvió más frío. Y entonces, como respuesta, la pluma de su tintero se volcó, dejando caer tinta negra sobre el cuaderno abierto.
La mancha formó un trazo... como la letra “A”.
La Sala de los Retratos
En el ala este de la casa —esa donde el sol apenas entra y las telarañas cuelgan como cortinas— Helena descubre una sala cerrada. La abre con una llave antigua que encontró dentro de un reloj de bolsillo.
Adentro, el aire es espeso. Hay cuadros enormes cubiertos con telas blancas.
Descorre una de ellas.
Un retrato de un joven. Cabello oscuro, ojos grises. Él.
No hay placa, no hay nombre.
Pero alguien —no sabe quién— ha escrito con el dedo en el polvo del marco:
“Amadeo”
Notas del Mayordomo
Esa noche, Helena se acerca al mayordomo. Él nunca la mira directamente a los ojos. Siempre parece estar esperando algo… o a alguien.
—¿Qué sabe de un hombre llamado Amadeo? —pregunta.
El mayordomo titubea.
—Ese nombre no se pronuncia en esta casa.
—¿Por qué?
—Porque fue el último en amar a Lidwine. Y el primero en ser maldecido por ella.
Helena traga saliva.
—¿Lo mató?
—No lo sabemos. Solo sabemos que desapareció. Que dejó de respirar… pero nunca se fue.
El silencio entre ambos es casi insoportable.
—Y ahora usted lo ve, ¿no es así?
Helena no responde. El mayordomo se marcha sin decir más.
Amadeo
Ya tiene un nombre. Amadeo. Ahora todo encaja un poco más... y a la vez, todo se vuelve más confuso.
Esa noche, Helena lo encuentra de pie junto al reloj de péndulo del invernadero. Él no la mira. Solo observa las flores marchitas detrás del cristal.
—Así que te llamas Amadeo —dice ella, con voz firme pero suave.
Él asiente, sin girarse.
—No recordaba mi nombre. Hasta que tú lo dijiste.
—¿Y ahora que lo recuerdas?
—Ahora me duele.
Helena se acerca despacio. No hay miedo esta vez, solo esa extraña melancolía que la une a él. Algo profundo, como si hubieran compartido siglos de silencio.
—¿Qué hiciste tú, Amadeo?
Él finalmente la mira.
—La amé. Eso fue suficiente para condenarnos.
Un cuaderno sin dueño
Más tarde, esa noche, Helena regresa a su habitación. La ventana está abierta, aunque recuerda haberla cerrado. Sobre su escritorio, donde antes no había nada, hay un cuaderno de tapas rojas. Está cubierto de polvo. Cuando lo abre, el polvo no se levanta. Parece antiguo… pero cálido.
Las primeras páginas están en blanco, excepto por una línea escrita con una letra elegante y oscura:
"Escribo para no olvidar. Porque cuando el tiempo se detiene, los rostros también lo hacen."
Pasa las páginas. Dibujo tras dibujo. Relojes. Grietas. Unos labios. Unos ojos verdes. Un nombre tachado una y otra vez: Lidwine.
Y en la última página escrita, un fragmento la deja helada:
“A veces, cuando el péndulo vuelve a moverse, ella regresa diferente. A veces con otra voz. A veces sin mí.”
Helena cierra el cuaderno con un escalofrío. Ella no lo escribió. Pero lo recuerda.
La carta sellada
En la biblioteca, encuentra un escritorio antiguo con un único cajón cerrado con un sello de cera negra. Le toma un par de días hallar la llave —oculta dentro del mecanismo de un reloj solar—.
La carta dentro está dirigida a:
"A quien regrese con sus ojos."
Dice así:
“Amadeo me amó más allá del tiempo, y por eso lo rompió. Me lo prometió: que no moriríamos del todo. Pero hay un precio que nunca entendimos, y otros relojes que no debemos tocar. Si regresas, si encuentras esto… recuerda quién fuiste. Y ten cuidado con el cuarto de las 4:44.”
No hay firma. Solo un dibujo de dos manos entrelazadas... y una sombra detrás.
La conversación más larga
En el invernadero, donde lo encontró antes, Helena vuelve a hallar a Amadeo. Esta vez él sí la espera.
—¿Por qué vuelves? —pregunta él.
—Porque si esto es un eco del pasado… quiero escuchar la voz completa.
Amadeo sonríe apenas.
—Estás más cerca de ti misma que nunca.
Helena se sienta a su lado, en una banca de piedra. Las flores muertas tiemblan como si sintieran su presencia.
—¿Por qué me buscaste?
—Porque tú me prometiste que volverías.
—¿Y tú cumpliste la tuya?
Amadeo baja la mirada.
—Morí para hacerlo.
El silencio que sigue es profundo. Pero cómodo. Como si el tiempo dejara de importar solo por ese instante. Como si el reloj mayor se detuviera de nuevo, pero esta vez… por amor.