CAPITULO I: La casa del Paraíso
Dicen que en la casa del Paraíso ocurrió una tragedia.
Dicen que allí vivió una hermosa familia, que eran felices, como solo pueden ser los inocentes.
La madre, bellísima, cual rayos de sol iluminó el pequeño universo que habitaron.
El padre, amoroso, protector. Fue la sólida roca sobre la cual asentó aquella casa
Y las hijas, dos preciosos ángeles que pintaron de alegría el espacio donde danzaron.
Sí. Dicen que fueron una familia dichosa y, sin embargo, la felicidad es solo un punto en la continua línea de sufrimiento que es la vida.
Cuando Marcos era niño escuchó aquella historia susurrada en noches sin luna, la de la tragedia que sacudió su urbanización: El Paraíso.
Unos decían que el padre, enloquecido, una noche fatal mató primero a las niñas y luego a su esposa para finalmente acabar con su vida.
Otros dijeron que la madre, víctima de la envidia, fue engañada para que creyera que su marido le era infiel. Destrozada, se fue con las niñas; el marido, enajenado de dolor se suicidó.
Se dijeron muchas cosas de aquella casa y la familia que la habitó. Sin embargo, la verdadera historia de la tragedia jamás se hizo pública. Ya nadie sabía o nadie recordaba lo que había sucedido realmente, y Marcos no entendía porque en esa noche oscura se encontraba allí, admirando la enorme casa abandonada, con su fachada descolorida, la pintura desconchada, los balcones de madera, amenazados por el paso del tiempo con derrumbarse. Los árboles de mango elevándose, queriendo tocar las nubes, apartándose de la lúgubre historia de la casa. El polvo que lo cubría todo. La sensación de pérdida, el aura fúnebre que la envolvía y él simplemente allí, parado frente a ella, recordando las historias de su infancia adorada que de improviso lo invadían con melancolía.
La casa se le antojó de repente llena de secretos. Envuelta por el velo que cubre el pasado volviéndolo borroso, dudoso.
Una farola apenas alumbraba la calle. Miró hacia el cielo y se dio cuenta que no había estrellas, solo nubarrones más oscuros que la noche cubriendo el firmamento. Cielo de ciudad, sin luna, ni estrellas… ni luz.
Volvió la mirada a la casa antes de seguir su camino y se sorprendió con lo que vio. Frotó sus ojos varias veces para asegurarse que no era una ilusión lo que veía. En el piso de arriba, una de las ventanas estaba abierta y las cortinas se balanceaban vigorosamente impulsadas por el viento de la noche.
Nunca antes había visto las ventanas abiertas. Jamás vislumbró señales de vida en la casa del Paraíso, y a pesar de que todo se mostraba igual, las mismas paredes manchadas por la lluvia de años, la pintura cuarteada, el portón de hierro cerrado a cal y canto, el grueso candado que mostraba su inviolabilidad, estaba la ventana perturbadoramente abierta, mofándose de Marcos y sus divagaciones. Las cortinas, como inmaculado velo de novia, bailaban en el viento. El frío nocturno se hizo sentir cada vez más fuerte acariciando la espalda del joven, haciéndolo temblar presa de un escalofrío.
Con esfuerzo apartó sus ojos de la misteriosa vivienda y dirigió sus pasos hacia la propia sin dejar de pensar en ella, en la casa del Paraíso.
Sumergido en sus pensamientos subió sin darse cuenta los 10 pisos hasta el apartamento donde vivía.
—Ya llegué madre —dije sin esperar respuesta.
En la mesita de la sala estaba la nota de Emelinda, la vecina que cuidaba de su madre, avisándole que se fue temprano.
De resto, todo estaba exactamente como lo dejó en la mañana. Abrió la puerta de su cuarto y allí estaba ella, acostada, desojándose lentamente, con los ojos abiertos, pero sin ver nada, o quizás con los ojos mirando hacia un pasado que le resultaba mucho más real que esté presente.
No sé en qué piensa mi madre.
Se acercó con delicadeza a ella para no asustarla y depositó un beso en su frente. Ella sintió el contacto porque poco a poco volteó su cabeza hacia él, sus ojos lo enfocaron y lo reconocieron, o así prefirió creerlo. Ella le miró y sus labios esbozaron una pequeña sonrisa.
—¡Llegaste! —dijo.
—Sí madre, aquí estoy. ¿Has comido? —Ya sabía la respuesta, pero necesitaba realizar la pregunta.
Fue hasta la cocina y preparó para ambos una cena ligera.
Con el plato en la mano llegó a su cuarto nuevamente para darle los alimentos bocado a bocado, con paciencia, invirtiendo los papeles: ahora el hijo alimentaba en la boca a la madre.
Luego la bañó, le cepilló el largo y hermoso cabello negro salpicado de canas, lavó sus dientes y con otro beso en la frente, la acostó en la cama para que su madre, con una sonrisa satisfecha, se dejara llevar al país de los sueños, donde sin duda sería feliz.
Después, como todas las noches, preparó la comida del día siguiente para él y su mamá.
Se sentó frente al computador con un sándwich en la mano, fue cuando se dio cuenta que no había dejado de pensar en la casa del Paraíso.
Recordó lo que dijo su mamá al contarle que la casa tenía una ventana abierta. En realidad, no esperó que le contestara, ya Marcos había dejado de esperar respuestas de ella, pero le gusta hablarle, le hacía sentir menos solo.
—¿Sabes mami? —le había dicho mientras peinaba su cabello—, hoy pasé frente a la casa abandonada de la esquina y una ventana de arriba estaba abierta. Es muy extraño porque la casa me sigue pareciendo deshabitada y estoy seguro que nadie ha entrado en mucho tiempo.
—Pues parece que la verdad finalmente quiere salir —Marcos se sorprendió cuando escuchó la voz de su madre y detuve en el aire la mano con el cepillo— y si no puede hacerlo por la puerta lo hará por las ventanas, por cualquier rendija que encuentre. Ya ha pasado mucho tiempo.
Se puso frente a ella, mirándola sorprendido, tratando de encontrarle sentido a sus palabras.
Editado: 29.08.2020