La casa del Paraiso

CAPITULO III: El gato negro la chica rubia

CAPITULO III

Otro día, y como la noche anterior, Marcos casi no pudo dormir. 

Dio vueltas en la cama, pensando en la casa, en las leyendas de su infancia que hablaban de crímenes espantosos cometidos al cobijo de la oscuridad. Pensó en los cuentos de fantasmas y aparecidos que decían que a veces, de madrugada, se escuchaban gritos que venían de dentro de ella.  

Él no creía en historias de fantasmas. Nunca le había pasado nada extraño en su vida quizás por eso ahora se sentía seducido por ese misterio espectral. 

Cuando por fin se quedó dormido soñó que la casa se incendiaba y que las ventanas abiertas batían violentamente sus hojas de vidrio. En el sueño estaba desesperado, sentía que debía entrar y evitar que se quemara, que si no lo hacía una desgracia terrible ocurriría. Cuando de repente vio entre el marco de una de las ventanas el rostro de su madre gritar su nombre, en ese momento Marcos despertó bañado en sudor y ya no pudo volver a dormir. 

Temprano en la mañana, después de hacer sus deberes cotidianos, el muchacho dejó a su madre sentada en la mesa de la cocina frente al televisor, a la espera de que llegara Emelinda, su vecina, quien cuidaba de ella mientras él trabajaba y estudiaba. Pero esa mañana no era como las anteriores. A pesar que el sol de abril empezaba a brillar con fuerza, Marcos salió con temor a la calle. 

 Su espíritu se debatía entre la expectativa y el terror de estar frente a la casa. Como si una macabra fascinación lo atrajera inexorablemente a sus profundidades, para desvelar sus misterios. 

Se pasó la mano echando hacia atrás los cabellos oscuros que caían en su frente y con lentitud caminó hacia la esquina. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando miró a lo lejos la fachada blanca y el portón negro. 

Todo como siempre. El mismo sol que brillaba en el cielo y comenzaba a calentar la mañana, el transitar de los autos y las personas, ajenas a todo, a su vida y a sus preocupaciones. El mundo seguía igual, ajeno a su soledad. 

 Levantó la mirada y se encontró con la fachada conocida, de ventanas cerradas y sin pensarlo más, caminó, casi corrió dejando atrás la casa misteriosa para ir a su trabajo. 

En el Call Center, a la hora del almuerzo, los amigos nuevamente se reunieron y Fernando miró con sorpresa el rostro ojeroso de Marcos. 

—Mi pana, tenemos que hacer algo, o dejas de pensar en toda esa mierda, o entramos a la casa y nos enfrentamos con los espantos.  

Ante aquellas palabras, Marcos notó que Santiago miró aterrorizado a Fernando. Sin duda no se le antojaba para nada enfrentarse a ningún espanto. Él, por el contrario, con rostro apesadumbrado, dijo: 

—No creo que sea cosa de espantos, creo que me estoy volviendo loco. Nadie vive allí, sin embargo, por las noches veo las ventanas abiertas y por la mañana están cerradas. ¿Será que nadie más lo habrá notado?  

Santiago le puso una mano en el hombro tratando de reconfortar a su amigo, él sabía que la madre de Marcos estaba enferma y que el muchacho trabajaba y estudiaba para mantenerse él y a su madre y sin duda debía estar agotado, quizás el cansancio estaba ocasionando todo aquello. 

—Tranquilo brother, cualquier cosa, te visito en el manicomio— Ante el comentario los tres muchachos rieron de buena gana. 

—Creo que eso es mejor que entrar a una casa embrujada— dijo Santiago, persignándose, extrañamente serio después de reír, porque él si creía en fantasmas y aparecidos. 

Después de conocerse, cuando afianzaron su amistad, le contó a Marcos que desde niño tuvo encuentros con seres extraños y siempre escuchaba cosas que otros no oían. 

A los 5 años, su abuelita, que vivía en otra ciudad lo visitó una noche.  

Santiago que estaba dormido, despertó sobresaltado y lo primero que vio fue a la anciana a los pies de la cama, sentada, llorando en silencio. Cuando el niño le preguntó que le ocurría, ella le contestó que estaba triste porque ya no los vería más, porque se tenía que ir a un sitio lejano y le pesaba no poder verlo crecer. Santiago la abrazó con fuerza y se estremeció al notar que su abuela estaba muy fría. Al separarse, la anciana se despidió y salió de su habitación. A la mañana siguiente el niño le contó a su madre lo sucedido y esta empezó a llorar mientras lo abrazaba. No fue sino mucho tiempo después que Santiago se enteró que su abuelita murió aquella noche de un infarto. 

Siempre le pasaron cosas extrañas. De pequeño, su madre lo llevaba al parque cercano a su casa, allí jugaba con niños que los demás no podían ver. Al principio su madre creyó que su hijo imaginaba todo un mundo de fantasía, pero después, Santiago comenzó a hablar de gente muerta, algunos habían sido asesinados y no podían descansar. Fue cuando ella se asustó y comenzaron los doctores, las pastillas que lo ponían como zombie y otras que le entumecían el cuerpo y no lo dejaban moverse. Santiago llegó a creer que de verdad estaba loco, pero a pesar de las medicinas, los doctores y todos los tratamientos, no dejó de ver y escuchar a los muertos. Hasta que conoció a Isabella en el colegio. Isabella era como él. Era una chica pálida de cabello oscuro, ensimismada y callada, apenas lo vio supo que Santiago podía comunicarse con el otro mundo. 

Con ella, Santiago aprendió a escuchar solo lo que le interesaba, y descubrió que era mejor no decirle a los demás lo que podía ver y sentir y así su madre dio gracias a los doctores y en especial a José Gregorio Hernández por haber curado a su hijo de esa extraña enfermedad que lo hacía ver y escuchar alucinaciones. 

Por eso Santiago sabía que era mejor no perturbar a los muertos y dejar esa casa embrujada en la paz de los difuntos. 

Después del trabajo, Marcos fue a la Universidad y de la Universidad a su casa. 

Iban a ser las 8 de la noche cuando llegó a la esquina de su cuadra. 



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En el texto hay: angustia, brujas, sobrenatural

Editado: 29.08.2020

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