La Casa del Terror

Capítulo 1

El crepúsculo teñía el cielo de Sevilla de un naranja rojizo, pero en los rostros de Pablo, Maty, Richard y Ricardo, el color predominante era una mezcla de expectación y nerviosismo. La vieja mansión, medio oculta tras una verja oxidada y arbustos desbocados, se alzaba lúgubre contra el horizonte. Conocida por todos como "La Casa de los Lamentos", era el epicentro de incontables leyendas urbanas sobre apariciones y sucesos inexplicables.
"¿Estáis seguros de esto?", preguntó Pablo, aunque su voz sonaba más a súplica que a pregunta. Su mirada se posó en la fachada descolorida, donde ventanas ciegas parecían observarlos como cuencas vacías. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Ricardo, siempre el más impulsivo, se rió con nerviosismo. "¡Venga ya, Pablo! Es solo una casa vieja. Cuatro paredes y un techo. Nada que no hayamos visto antes". Sin embargo, la forma en que jugueteaba con la linterna en su mano revelaba su propia tensión. Fue él quien los había convencido. Una apuesta, un desafío tonto después de demasiadas horas de videojuegos de terror.
Maty, con los brazos cruzados y apretándose a sí misma, tenía los ojos clavados en la puerta de madera hinchada y carcomida. "Dicen que el último dueño desapareció sin dejar rastro, ¿sabéis? Y que aún se oyen sus pasos por las noches". Su voz temblaba ligeramente.
Richard, que hasta ese momento se había mostrado el más escéptico y risueño, se aclaró la garganta. "Tonterías. Ruido del viento, madera crujiendo… Ciencia, chicos". Pero su habitual sonrisa burlona no apareció, y sus ojos se desviaron hacia el tejado desprendido.
La pequeña rendija en el portón lateral, apenas visible entre la hiedra, fue su punto de entrada. Ricardo la empujó con el pie, y el metal chirrió en una protesta fantasmal que hizo que los cuatro se encogieran. Uno a uno, se deslizaron hacia el interior, pisando sobre una alfombra de hojas secas y cristales rotos.
El aire dentro de la casa era denso, pesado, con un olor a moho, polvo y algo más, algo indefinible que les erizó los vellos de la nuca. La luz del atardecer apenas se colaba por las ventanas rotas, dibujando largos dedos de sombra que se estiraban y retorcían por el suelo. El silencio era casi absoluto, un silencio que pesaba, roto solo por el eco de sus propias respiraciones agitadas.
Ricardo encendió la linterna, y su haz de luz danzó sobre paredes descascaradas, muebles cubiertos por sábanas blancas que parecían figuras fantasmales y una escalera imponente que se perdía en la oscuridad del piso superior. En ese instante, todos los chistes y la bravuconería se desvanecieron. Un escalofrío colectivo les recorrió, no por el frío, sino por una sensación profunda e innegable de que no estaban solos.
Los cuatro se quedaron inmóviles, hombro con hombro, el corazón latiéndoles al unísono contra sus costillas. El miedo, crudo y primitivo, les invadió cada fibra del cuerpo. La casa abandonada y fantasmal ya no era un desafío; era una trampa.
Maty, Pablo, Richard y Ricardo se miraron entre sí, sus linternas temblaban ligeramente en sus manos, proyectando sombras danzantes sobre el musgo y las telarañas que cubrían cada superficie. La puerta de madera maciza, que se había cerrado con un golpe seco a sus espaldas, parecía ahora una boca sellada, condenándolos al interior de esa estructura en ruinas. El aire se había vuelto pesado, cargado con el olor a humedad, polvo y algo más, algo sutilmente rancio y frío que les erizó la piel.
Pablo, siempre el más pragmático, intentó empujar la puerta. Estaba atascada, firmemente sellada, como si nunca antes se hubiera abierto. "Genial", murmuró, "parece que estamos un poco... encerrados".
Richard, el más joven del grupo y un tanto propenso al nerviosismo, tragó saliva. "No me gusta esto. Papá dijo que ni nos acercáramos a la Mansión Blackwood". Su voz era apenas un susurro.
"Y por eso estamos aquí, ¿no?", intervino Maty, la líder no oficial, con un atisbo de audacia en su tono. "Para ver si todos esos rumores son ciertos". A pesar de su valentía, sus ojos escudriñaban cada rincón oscuro, buscando la fuente de los crujidos que parecían emanar de las profundidades de la casa.
Ricardo, el más silencioso y observador, apuntó su linterna hacia el fondo del recibidor, donde una imponente escalera de caracol se perdía en la oscuridad del segundo piso. Los peldaños de madera chirriaban bajo el peso invisible del tiempo, y el barandal, tallado con intrincados motivos que se retorcían como enredaderas muertas, parecía extender ramas hacia ellos. "Creo que la única forma es hacia arriba", dijo, su voz grave resonando ligeramente en el silencio sepulcral.
Un frío gélido les recorrió la espalda a todos. No era el frío de una noche de otoño, sino uno que calaba hasta los huesos, como si el mismo aire se hubiera congelado alrededor de ellos. Las llamas de las linternas parpadearon, casi extinguiéndose, y por un instante, la oscuridad se tragó las siluetas de los chicos, dejándolos a merced de los sonidos que emergían de las sombras: un susurro apenas perceptible, el arrastre de algo pesado en el piso superior, y una sensación inconfundible de que no estaban solos....
El silencio, denso y opresivo, se rompió solo por los latidos furiosos de sus propios corazones. Pablo, Maty, Richard y Ricardo estaban pegados, sus hombros casi fundidos por el terror compartido. La linterna de Ricardo, el único faro en la penumbra creciente de la casa, temblaba en su mano, su haz errático revelando figuras distorsionadas en las sábanas que cubrían los muebles viejos. El aire, pesado y estancado, se sentía espeso, cargado de un frío que no era de esta estación.
Un crujido. No un crujido de madera vieja cediendo bajo el peso del tiempo, sino un sonido más cercano, más intencionado. Parecía venir de la planta superior, un roce sutil, como si algo, o alguien, se hubiera movido.
Maty fue la primera en reaccionar, un pequeño gemido ahogado escapando de su garganta mientras se aferraba al brazo de Pablo. Sus ojos, enormes y vidriosos, escanearon la imponente escalera que se perdía en la oscuridad del piso superior. "He oído algo...", susurró, apenas audible.
Richard, el escéptico inicial, había palidecido hasta el punto de la blancura. Ya no había rastro de su antigua bravuconería. Sus labios se movían, pero no salía ninguna palabra.
Ricardo, con la linterna aún en mano, intentó infundirse algo de coraje. "Será el viento... una rama... No es nada", dijo, aunque su voz sonaba tan hueca como los muros de la casa. Giró el haz de luz hacia la puerta principal, la única vía de escape visible. La madera hinchada parecía aún más impenetrable ahora.
Un segundo crujido, esta vez más claro, les llegó desde el fondo del salón, donde la linterna apenas alcanzaba a iluminar. Parecía un arrastre suave, un roce, como algo que se deslizaba por el suelo. Los cuatro se tensaron, sus respiraciones acelerándose. El olor a polvo y moho se mezcló con algo más sutil, una esencia dulce y rancia, como flores muertas en un jarrón olvidado.
El desafío, la diversión, todo se había esfumado. La realidad de su situación los golpeó con la fuerza de un puñetazo: no era una aventura, era una pesadilla. Y la casa, con sus sombras danzantes y sus ruidos inexplicables, no estaba vacía. Los cuatro amigos estaban en lo más profundo de su propio miedo, acorralados por una presencia invisible en los confines de esa casa abandonada y fantasmal.




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