Siempre será, así es como va. A través del círculo, rápido y despacio.Yo sé, no se puede detener… (Creedence Clearwater Revival)
Lago Ricknald, 10.30
Tom aseguraba que la neblina no se prolongaría a más de media hora, como máximo. Su lengua le palpitaba y chorreaba más saliva de lo común. Sus sienes se inflaban como globos de cumpleaños, para después desinflárseles; como un maldito juego no apto para gente irritada. Tal vez habían de ser los síntomas previos a la muerte, pero era confuso creer ello. A la vez le hacía morderse la punta de la lengua a fin de no carcajear con maña.
Notó que su barba, empastada por la vejez, apenas le llegaba al pecho, o sea que aún no crecía lo suficiente para echarle una buena cortada. Los utensilios higiénicos eran escasos y debía cuidarlos de igual compasión como a su propia vida.
¿Era acaso que comenzaba a aburrirle el día? De alguna u otra manera, ya no dormía sus noches. Las dedicaba a pensar, pero sobre qué. Faltaba tiempo como en sí mismo experiencia para comprenderlo. De alguna u otra manera: ya no dormía.
Había algo más, escondido por las sombras. Y las sombras eran eternas en la vista de Tom. Podría tratarse de una simple ceguera, tal vez. Pero no, las cegueras no causan dolores a la memoria, puesto que la memoria no sufre, hace sufrir. La última vez que acudió a un doctor fue hace más de medio siglo. Strackhouse hacía llamarse el hombre de suave bata, blanca y brillosa. ¿Cuál había sido la culpa de haber ido? La tos convulsiva que le aterraba últimamente en ese entonces, tal vez. No, se susurró. Había de ser el dolor en el pecho, sí.
Manoseaba su garganta sintiendo como la barba se le enrollaba con delicadeza en sus dedos, amontonados de mínimas arrugas. La vejez estaba allí, iba de la mano con Tom. Pero no se hablaban, como si de un matrimonio frustrado se tratara. No se hablaban, ni querían (al menos así era para Tom). Pero la vida les obligó a estar juntos. Sería acaso que ella se compadecía de él. Quizá un día cualquiera, le ahogaría con la almohada sin siquiera tocarle, o hacerle resbalar con el hielo. Era posible, es decir ¡maldición! Todo es posible.
Pero la barba aullaba de dolor, y el alcohol no pasaba por esos canales de hacia medio siglo, ¡No señor!
De tanta confusión en sus labios, aseguraba saber solo de una cosa, le patinaba en su lengua dejándosela pulida y al brote de desear más. Algo malo ocurriría este día, se dijo mientras hacía hervir el agua. No necesariamente convenía en la hipotética relación en que moriría. Los días se desarrollan con buenas y desgraciadamente también, cosas malas. Gracias a esas convenimos en apreciar las buenas, o si no, cómo habríamos de saborear las gotas de la lluvia si quiera una vez en la vida. Pero aquella sensación decía más de una simple problemática: una tragedia. Algo fallaba dentro de sus circuitos, y la idea del desconcierto y confusión le daba a saborear un miedo tal que le hundía su nuez, y sentía como esta le ahogaba hasta generar un falso asfixie. Y no había de ser más tarde, que ese miedo se expresaría mejor antes sus particulares pupilas.
No recordaba mucho en aquel entonces. Costó para comprender donde estaba, porque estaba allí, y principalmente: porque aún no se había largado de allí. Las cabañas del Lago Ricknald eran ampliamente a lo largo del país por sus extensos bosques, así como las sombras que estos cesaban. Las viviendas eran de un modelo unánime, todas con cinco puertas y que estas daban con dos baños y tres dormitorios. Nada fuera de lo común. Pero, en los inviernos que azotaban al Lago, hacen perder el peso de la barriga y esta se esconde hasta hundirse en la espina de uno. En los inviernos está de más decir, que el Lago Ricknald era un bosque fantasma, especialmente para fantasmas. Tom comenzaba a creer que así era y debía de ser.
Había una esencia, especial y fulminadora al alma. Era la mezcla de deseos incompletos; pena; y lujuria frustrada. O así lo transcribió el propio Tom, una de las tantas noches en las que no dormía. ¿Habían sido los comienzos del insomnio? Probablemente. Mas vale dejar eso de lado, pensó.
Y tenía que hacerlo. No por miedo a ver más y más, por seguridad a su cordura. No.
Tom era uno de los tantos hombres de escopeta y hacha que se dedica a subsistir con ambas. Los inviernos era la época en la que su goce se iba a tierra por la pérdida de animales, congelados con su propia sangre; y la madera que no podía de estar más rancia. El hielo servía de algo, claro. Mantenía frescos los salmones que cogía con una rama y tiras de nylon amarradas entre sí. El Lago se encontraba a medio kilómetro de trayecto, lo que era bueno para sus piernas, ya le estaban fallándoles. El mar parecía el fondo de una puesta de gelatina con frutas por dentro. Había trozos repartidos a lo largo y ancho del lago que, a lo lejos parecían ser de textura gomosa y poco amigable.
Tenía la vista perfecta de la posición izquierda del Ricknald, le daba de maravilla desde la ventana del baño. Mientras se afeitaba, se daba el lujo de mirarlo detenido. Se enamoraba de cada ola de mar que rozaba por las rocas secas, pidiendo más y más. Por cada maleza que crecía por dentro de este, se fijaba en cómo se encrespaban al ritmo del oleaje. Más de algún sapo debió de haberse ahogado por esas engañosas tiras de alga.