En la mañana siguiente cuando desperté me sentía como si hubiera cargado la leña de todo el bendito mes, tenía por completo el cuerpo dolorido, aunque bendito Dios la fiebre había disminuido.
Antes de salir el dulce aroma del pan recién hecho inundo mis fosas nasales absorbieron ese aroma y el del champurrado. El gruñido del estómago me hizo ir hacia dónde provenían los deliciosos aromas, cuando tome asiento agradecí cuando apareció ante mi la ollita de barro con la humeante bebida y el pan me hicieron salivar de nueva cuenta. Intente beber, pero era muy evidente que la bebida acababa de estar, que aún se podía considerar que en el fogón seguía en hirviendo. Note que lo mío solo era chocolate de agua y un poco de canela. Estos olores siempre hacían sentir en casa a una, no importaba nada más que compartir algo tan inocente como una ollita de bebida caliente en compañía de los tuyos, en esta hora donde agradecíamos por tenerlo sobre la mesa un buen desayuno.
—¿Por qué no champurrado?—Pregunte, pues era obvio que los sabores de ambas cosas eran distintas pese a que llevaban casi los mismos ingredientes.
—¿Por qué será? —se limpió las manos en el mandil antes de tomar asiento.—Por la masa que lleva, Bendito Dios amaneciste bien, para que le buscamos.
Vi cuando se llevó la bebida a los labios, y mire de nueva cuenta sus manos, algo resecas por haber estado lavando y haciendo quehaceres. Habían cosas que yo no aceptaba que algún día me tocarían hacer, sin darme cuenta me puse a ver las mías, estaban cuidadas, sería porque aún no tenían las experiencias que las de mi madre. Es bien sabido que con el pasar de los años todo se acaba, pero yo no lo aceptaba. No vivíamos mal, teníamos un poco de ganado del cual sacábamos provecho, al igual que un buen terreno donde sembraban los hombres y una casa grande, que compartíamos con el hermano de mi padre y su familia. Por suerte se llevaban bien para compartir esa herencia que les dejaron, sin embargo, yo anhelaba mucho más. Siempre soñaba con el sonido de las monedas de oro, siempre me veía siendo la señora de una gran hacienda, mandar y no ser mandada, aunque fuera difícil de suceder, me imaginaba y quería creer que había más mujeres que pensaban como yo, en no estar bajo el yugo de los hombres por completo. Bien que mal yo iba a depender en un futuro de un hombre y quería y anhelaba que me tocara un buen compañero, sino era capaz de irme yo misma a encerrar al convento de las Madres que se encontraban en el otro pueblo. De algo estaba muy segura, yo había venido aquí a dejar una gran huella y ser recordada por todo Mi Pueblo.
El sonido del chocar de la taza contra la mesa me hizo volver a la realidad, me empine la olla y mordi después el pan, agradecí en mi mente a Macrina por su labor, pues ya me sentía mejor.
Olvide los sueños y la voz, termine mi desayuno y me fui a la cosecha de maíz.
Me puse el sombrero de paja y tome el costal que me habían dado, comencé a hacer el trabajo y pese a que no renegaba nunca en voz alta, no me gustaba la situación. Aunque siempre agradecí el frescor del viento que llegaba como una ráfaga cuando el día se ponía intensamente caluroso, de por sí en este lugar llovía muy de vez en cuando, la tierra era seca, los sembradíos sobrevivían a los riachuelos y ríos que había cercas, pero pos del cielo nomás no caía nada, solo un febril día. El cielo se veía ñ anaranjado todo el tiempo, como si no mereciéramos un poco de nubes grises de vez en vez.
Cuando mi jornada termino y regrese a casa a lo lejos escuché las marimbas que tocaban en algún lugar del pueblo, eran lejanas, per por alguna razón que no entendía las escuchaba. Ya tenían días que se escuchaban, siempre a la misma hora. Los mismos ritmos, algo tristes y muy alegres. Era una combinación extraña. Era evidente que todos en casa las escuchamos, pero ni yo pregunté ni ellos sacaron el tema. Pasaron días para que el sonido dejara de escucharse, a veces ocurrían situaciones que una no entendía, sí, era muy ignorante.
No solo el tiempo se encargo de traer la música a casa, sino también la pesadez que sentía sobre los hombros deje de sentirla.
Y para mí, era lo mejor que me podía pasar, siempre había odiado la idea de ser enfermiza, pues enferma no servía de nada, así que ahora que estaba mejor ayudaba en todo lo que podía, tal vez no era algo que quisiera hacer toda mi vida, pero por el momento tenía que hacerlo. Hacia tareas desde cocinar, limpiar, ordeñar las vacas, recogía los huevos de las gallinas y a estos mismos con jugo de betabel y mi pulgar les ponía una marca que los hacía ser parte de aquí de nuestra casa y así poder venderlos luego. Sin contar que hasta mi yegua volví a montar, eso era más que mi felicidad.
La sonrisa volvió a mis labios y me olvide de lo mal que me había sentido meses atrás.
Veía los meses pasar mientras hacíamos nuestros tejidos con hojas de palma para las fiestas venideras. Nunca olvidare esas tardes donde el sol pintaba el cielo en tonos de color entre rosas y morados acompañadas del sereno y las hordas de pájaros que sobrevolaban.
O el aroma a dulce de guayaba, una combinación exquisita que mi madre hacía en el fogón, en una olla ponía agua, canela, piloncillo y guayabas en pedazos.
Deje de pensar en el futuro, siempre lo hacía y mejor me fui a recoger aguacates al corral y como no llevaba nada de prisa me subí al columpio improvisado. No se cuánto tiempo paso pero la regañada que me dio mi madre me trajo al presente.
Al anochecer la planta “Huele de noche”, invadió toda la casa. Era el perfume más delicioso que me recordaba quien era, y dónde estaba en ese momento, disfrutaba estar sola en el corral solo con la luz de las velas.
Los primos decían que en el corral espantaban, puros cuentos porque jamás me salieron esas almas en pena, la verdad es que siempre fui demasiado incrédula, para todo.
¿Cómo es que los muertos iban a espantar? ¿Cómo que el mirror se te cargaba?