La chica de los colores

1 Él

• Bruno •

Me levanté como todas las mañanas, un día más, para mí no había diferencias entre uno y otro. ¡Estaba harto de esa vida! No podía recordar un momento feliz en años. Quería correr, volar lejos de aquí, empezar de cero, siendo nadie, siendo solo yo. El problema era justo ese, que no sabía quién era en realidad. Tanto me habían dicho lo que «debía ser y hacer», que había terminado por confundirme, por desconocerme, por olvidar mi verdadera esencia.

La gente tiende a imaginar la vida de quienes tienen dinero. Cuántas veces había escuchado frases como: «¡Qué genial sería poder ser tú!», «Tienes tanta suerte de tener todo lo que tienes». Sin embargo, yo odiaba esa vida; si hubiera podido elegir, habría nacido en medio de una familia de granjeros o algo así. Mi padre era ingeniero y un reconocido empresario del rubro automotriz, era dueño de la empresa más importante y líder de la región, una empresa que él heredó de su padre, y éste a su vez del suyo. Mi madre estaba metida en la política, así que tenía influencias y reconocimiento de la gente. Todo el país los conocía, menos yo. Mis hermanos y yo nos habíamos criado solos: en los internados más caros, en escuelas reconocidas, rodeados de mayordomos, tutores y niñeras, pero solos. Crecimos viendo a nuestra madre en televisión y a nuestro padre en portadas de revistas y diarios empresariales.

A mi hermana menor, Nahiara, desde pequeña le había gustado el mundo de fantasías en el que vivían nuestros padres. Estaba estudiando actuación y ya mamá —con sus influencias— le había conseguido su primera participación en una serie. Nahiara y yo estábamos muy unidos. Ella, a pesar de que soñaba con ser famosa —más de lo que ya éramos solo por ser hijos de Gloria y Roger Santorini—, tenía corazón, era cariñosa, divertida, alegre y espontánea. Esperaba que el medio y la fama no la transformaran como lo habían hecho con mis padres. Mi hermano mayor, Alejandro, falleció hacía aproximadamente cuatro años; él era el hijo perfecto, correcto y responsable. Estaba estudiando ingeniería para poder encargarse del negocio de la familia cuando su vida se vio truncada a causa de un virus desconocido que se lo llevó en cuestión de horas. Mis padres nunca lo superaron, tenían todas sus expectativas puestas en él y nadie esperaba que sucediera aquello. Desde entonces mamá se volvió mucho más fría y distante, mientras que papá —unilateralmente— decidió que era yo quien debería continuar con el negocio y que ya estaba en edad para iniciarme en ello. Quería que estudiase ingeniería.

Yo siempre me había sentido en constante disyuntiva. Como el hermano del medio que era, nunca había encontrado mi espacio ni mi personalidad en esa familia. Mi hermana siempre había sido la sombra de mi madre, mientras que Alejandro era el hijo soñado de mi padre. Pero, ¿y yo? Mi pasión era el arte, hacía esculturas con materiales reciclados; supongo que era un don que había heredado de mi abuela —que era artista plástica—, con quien había pasado la mayor parte de mi infancia. Ella era la única que estaba para mí cuando me sentía solo, decía que yo era artista —como ella— y, por tanto, era un alma libre a quien, lastimosamente, le había tocado nacer en el cautiverio de la rigidez de mis padres

En aquel momento estaba en Tarel, mis padres me habían enviado allí, a aquella ciudad costera casi perdida en el país. Ellos habían heredado de mi abuela una enorme casa de campo que utilizaban para venir cuando se cansaban del ruido del trabajo y sus secuelas. La mansión era grande y tenía acceso a una playa privada, por lo que cuando la visitaban, no tenían necesidad de ir hasta el pueblo, pues allí había todo lo que se requería para poder olvidarse del mundo por un tiempo.

Mis padres no podían entender —o mejor dicho, no querían aceptar— que no me interesaran en absoluto la ingeniería y los números. Me habían mandado allí por un par de meses y de forma obligada con el objetivo de que «meditase» sobre lo que era bueno para mi futuro. Eso era irónico, ellos jamás se habían preocupado por nosotros, por darnos un abrazo, una palabra cálida o leernos un cuento antes de dormir; sin embargo, deseaban manejar mi vida a su antojo, como si yo fuera de su propiedad. No podían admitir tener un hijo que simplemente quisiera hacer algo diferente a lo que ellos consideraban el ideal de felicidad.

Vivíamos en un país grande con una sociedad bastante conservadora. De chicos nos perseguían los periodistas y nos preguntaban cosas que ni siquiera sabíamos cómo responder acerca de la carrera de mi madre. Con el tiempo se fueron calmando un poco, pero cualquier desliz en nuestra conducta podía representar daños en la carrera de mamá. Por tanto, desde pequeños habíamos sido adiestrados en las buenas costumbres y en los buenos modales. Un hijo suyo no podía salir en diarios por emborracharse en un bar o haber participado en alguna gresca.

Me consideraba una persona muy solitaria, no tenía muchos amigos ni había tenido demasiadas parejas. Odiaba que las chicas se acercasen a mí por el dinero, podía descubrir ese brillo en sus ojos cuando al mirarme me reconocían. Las sonrisas falsas, los movimientos sexys, el interés brotando por sus venas. Una vez tuve una novia, se llamaba Lucía y fue mi primer amor. A ella no le importaban esas cosas, pero con el tiempo la relación simplemente se enfrió. Mis amigos eran los de siempre, Manuel y Lorena, mis primos mellizos y compañeros de colegio, gente a la que le daba exactamente igual quién era yo o quiénes eran mis padres, sólo éramos familia, pero no éramos demasiado cercanos.

Llevaba dos días encerrado en ese castillo y me estaba muriendo de aburrimiento. ¿Cómo suponían que en aquel retiro obligatorio de repente descubriría que lo que siempre quise era ser ingeniero? No lo sabía, pero lo que sí sabía era que necesitaba salir a dar una vuelta. Tenía ganas de crear algo y para ello me gustaba pasear por la ciudad, mirar sus estructuras y recoger materiales que me pudieran servir.



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En el texto hay: amor, discapacidad, arte

Editado: 25.03.2020

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