La chica de los colores

3 Sirena

• Bruno •

Llevaba seis días viniendo a la plaza solo para ver a la chica de los colores pintar. La llamaba así por su cabello, o por las ropas coloridas que solía usar, o por sus cuadros hermosos en donde mezclaba los colores de una forma tan armónica que me deja anonadado. Había decidido acercarme, hablarle y ver su rostro, sus ojos. Había decidido comprar un cuadro para que intercambiásemos algunas palabras. Me acerqué a ella y carraspeé, ella se volvió a mirarme. Sus ojos eran más celestes que el mismísimo cielo y su rostro era simplemente perfecto y armonioso. Ella sonrió.

—Hola —saludé.

—Hola —respondió sonriendo, y volvió la vista a su cuadro. Observé los cuadros terminados a su alrededor. Elegí uno donde una sirena descansaba sobre una piedra en una noche oscura, en algún sitio mar adentro. El rostro de la sirena se parecía muchísimo al de la chica de los colores, pero su pelo era de tono rojizo. No podía precisar si se había pintado a sí misma o se trataba de otra persona.

—¿Cuánto por éste? —La miré para preguntarle, y sin bajar el pincel del lienzo se volteó ligeramente para ver a qué obra me refería.

—Doscientos —respondió sonriente.

—¡Wow!, eso es caro —exclamé, y ella dejó de pintar para observarme con seriedad. Unos minutos después una sonrisa tranquila apareció en su rostro.

—El concepto de «caro» es subjetivo —afirmó con voz cantarina y alegre—; depende de muchas cosas, de cuánto ganas, de cuáles son las cosas que te gusta comprar y de cuál es el valor intrínseco que le atribuyes a lo que compras. Quiero decir, si no te gustan los libros, un buen libro será carísimo para ti, pero si eres un lector asiduo, no escatimarás a la hora de comprar uno que te interese. —Volvió a pintar—. Y aparte de eso, ese cuadro me costó varios días de trabajo, de mi tiempo sentada aquí haciéndolo… y mi tiempo vale. —Completó sonriente y satisfecha de su explicación.

—Okey, lo llevo —hablé convencido sacando los doscientos de mi billetera.

—Gracias —añadió ella tomándolos y guardándolos en un bolsillo de su delantal.

Tomé el cuadro y me retiré. Esa fue la primera conversación que tuvimos, pero sus ojos celestes se grabaron en mi mente y no los pude sacar de allí por largo rato. Según mi abuela, el color celeste era un buen calmante de las emociones y resultaba genial para la autorreflexión. Cuando nos poníamos nerviosos —luego de pedirnos que imagináramos el color que expresaba nuestra emoción del momento—, nos decía que cerráramos los ojos y pintásemos nuestros pensamientos de celeste hasta que lográsemos calmarnos. Los ojos de la chica de los colores eran de aquel celeste con el que yo solía pintar mis emociones cuando mi abuela me ayudaba a tranquilizarme. Sonreí, todo últimamente me recordaba a la abuela y la sentía más cerca que nunca.

Los siguientes cuatro días volví a la plaza y volví a acercarme a la chica de los colores para comprarle un cuadro cada día. No hablábamos mucho hasta que una tarde, luego de pagarle, ella me observó sonriente pero confundida.

—¿No dijiste que mis cuadros te parecían caros? —preguntó.

—Dijiste que eso era subjetivo y dependía del valor que le diera —sonreí guiñándole un ojo.

—¿Entonces estás montando una galería con ellos? —cuestionó divertida.

—No, los estoy colocando en mi estudio, en mi casa.

—Ha de ser un estudio grande, porque creo que estás saturando las paredes —sonrió y volvió a pintar.

—¿Tomamos un café? —pregunté, y ella detuvo el movimiento de su pincel sin mirarme. Luego de unos segundos continuó pintando.

—No, no puedo —contestó indiferente.

—¿Por qué?

—Estoy trabajando —respondió.

—Lo sé, pero pensé que esa era una de las ventajas de ser tu propio jefe, que puedes darte tardes libres cuando las necesites —repliqué insistente.

—Soy una persona estructurada, responsable y ordenada; tengo mis horas de trabajo y mis horas de descanso, y lo tomo muy en serio. —Entonces dirigió al fin su vista hacia mí—. Además, no necesito una tarde libre —añadió, mientras me perdía embelesado en la profundidad de sus ojos claros.

—Eso es raro, pensé que los artistas eran más relajados. Juegas con esos colores, los mezclas a tu gusto, sin estructura alguna. Pensé que tu vida sería igual, un poco más colorida —bromeé.

—¿Qué sabes tú de los colores de mi vida? —Al parecer la chica de los colores se había enfadado con mi comentario—. Que sea artista no significa que deba ser un manojo de desorganización.

—Creo que exageras —sonreí levantando los brazos en un gesto de rendición—. Solo quería invitarte a tomar un café y conocernos.

—No necesitamos conocernos, eres un cliente que compra mis cuadros, nada más —sonó cortante sin dejar de pintar.

—Creo que tienes menos colores de los que me imaginaba —comenté, y otra vez me miró con furia, como si me quisiera hechizar con su profunda mirada azul—. A lo mejor se te han quedado todos en los lienzos… o en tu pelo, quizá. —Estaba bromeando pero ella no se lo tomó así y me observó con cara de sorpresa y enfado.

—Si ya no hay nada que necesites, te agradecería que me dejaras sola —respondió con frialdad. Entonces tomé el cuadro del día y me marché.

Los siguientes dos días volví a insistir en que saliéramos, pero la chica se negó rotundamente y no me dio espacio a más charla. Era poco amigable, difícil para entablar conversación y siempre que le hablaba me ignoraba. Casi nunca me miraba y yo lo único que quería era poder perderme un segundo en sus ojos celestes. Lo empecé a tomar como algo divertido, diferente, ella no tenía idea de quién era yo y eso me resultaba refrescante. Ella me rechazaba y eso me gustaba, era interesante por el simple hecho de ser diferente.

Aquella tarde me acerqué decidido a que me aceptara el café. Ella pintaba como siempre y yo le hablé desde atrás.

—¿Otra sirena? —le pregunté.

—Me gustan —contestó sin girarse a verme.



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En el texto hay: amor, discapacidad, arte

Editado: 25.03.2020

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