• Bruno •
No podía creer lo que había sucedido. Llegué a casa empapado por la lluvia, pero más que nada conmocionado. Esa chica, la de los ojos celestes más profundos que el cielo, la de los miles de colores, no podía caminar, no tenía piernas, y yo no me había percatado de ello.
Nunca había conocido de cerca a alguien así, no sabía nada sobre cómo hablarle o tratarla, no sabía si ella podía manejarse sola o no. Pero de alguna forma u otra lo hacía, iba hasta allí, pintaba, vendía sus cuadros y volvía a su casa, donde vivía sola. Admirable, pensé. Me la imaginé haciendo cosas diarias, sencillas, como levantarse y bajar de la cama, prepararse su propia comida o juntar sus cosas para ir a pintar a la plaza. Uno no magnifica lo difícil que puede resultar la vida de una persona discapacitada hasta que ve de cerca a una, y para mí era la primera vez. Ella lo hacía tan bien todo, que yo ni siquiera me había percatado de que no tenía piernas.
Caminé hasta el estudio donde había colgado sus cuadros. En todos ellos estaba su nombre y yo no me había dado cuenta de ello. Firmaba sus cuadros con letra legible y clara: «Celeste Maldonado». «¡Qué tonto!», exclamé para mí, pero sonreí. Observé uno a uno esos cuadros: en ninguno, la chica de ojos celestes —que a veces era sirena y otras hada— tenía piernas, el lugar donde deberían estar se hallaba difuminado o convertido en aletas… Ella hablaba de sí misma en sus obras, de sus ganas de libertad, de visitar esos paisajes que dibujaba.
Unas ganas locas y aún más intensas de las que sentía antes por conocerla me inundaron el alma. Me di un baño y me acosté a descansar. En la mañana temprano iría a la plaza y la invitaría a almorzar. Quería conocerla, saber de ella, conocer su vida, sus sueños, lo que hacía y lo que no, lo que quería y no quería.
Me levanté entusiasmado y me vestí casual, un jean y una remera blanca. El blanco, el negro y el azul oscuro eran mis colores favoritos, nunca usaba nada de otro tono, eso lo había aprendido de mis padres, que solían decir que la sobriedad era elegancia. Yo lo había hecho mío, más que nada porque no me gustaba llamar la atención.
Me dirigí entusiasmado hacia la plaza, el día estaba brillante, ni rastros de la lluvia de ayer. Celeste no estaba en su sitio ni tampoco había señales de ella. Pensé que quizá solo venía por la tarde, pues todos los días que la había visto había sido en ese horario. Caminé entonces a la casa de enfrente —donde habíamos dejado los cuadros el día anterior— para preguntar la hora que solía venir, pero la señora que me atendió dijo que ella acostumbraba a llegar temprano en la mañana, y que ese día no había venido.
Me preocupé, quizás había enfermado por haberse mojado. Sin dudarlo fui hasta su casa, toqué el timbre y después de unos diez minutos la puerta se abrió.
—¿Qué haces aquí? —Celeste estaba en el suelo, sobre sus muñones, sin su silla. Debí bajar la vista para mirarla, lucía sorprendida. Su pelo de colores estaba amarrado en un rodete casual, llevaba una blusa lila y una especie de short de jean que estaba cosido por debajo de los muslos. Su rostro era terriblemente hermoso y perfecto enmarcado en ese nudo desprolijo de color. En ese momento solo pude pensar en cuán distintos éramos, ella tan colorida y yo tan opaco. —¿Hola? —insistió ante mi silencio.
—¿Puedo pasar? —pregunté, y ella dudó.
—Pasa —asintió suspirando, y se movió para que entrara. La vi arrastrarse con sus manos y muñones hasta que llegó a un sofá, trepó hábilmente a él y luego me hizo señas para que me sentara—. ¿A qué viniste? —cuestionó. Se notaba confundida y algo sorprendida.
—Vine porque fui a buscarte a la plaza y no estabas, entonces pregunté por ti a la señora de la casa donde dejamos los cuadros ayer y me dijo que no habías ido.
—¿Y qué querías? ¿Comprar otro cuadro? —inquirió, y yo fruncí el ceño ante aquella pregunta.
—No —respondí sonriente—. Quería invitarte a almorzar, pero luego me preocupé. ¿Pescaste un resfrío por mojarte y por eso no fuiste a trabajar?
—No, simplemente decidí no ir hoy —contestó mirando hacia otro lado. Parecía querer evitarme.
—¿Acaso no eras muy responsable con tus horarios y rutinas? —pregunté bromeando.
—Mira, Bruno, seré muy sincera contigo —respondió con seriedad, y me miró a los ojos. Nunca terminaría de acostumbrarme a la profundidad de su mirada embelesante—. No fui porque estoy agotada, un día de descanso no me hará mal… Sinceramente pensé que no volverías, no me gusta sentir lástima de la gente, eso es algo que no tolero. —Ella estaba a la defensiva y yo no entendía por qué. ¿Acaso la había ofendido?
—¿Ves lástima en mis ojos? ¡Yo no siento lástima por ti! —exclamé confundido y negando con la cabeza.
—No, no veo, pero no quiero que te quedes aquí por eso, no me enojo si quieres irte, no necesitas quedarte, ni volver a la plaza, ni comprar mis cuadros, no necesito eso —murmuró el final insegura. Podría jurar que vi algo de temor en su mirada.
—Quiero ser tu amigo, Celeste. ¿Por qué no quieres ser mi amiga? ¿Qué hay de malo conmigo? —pregunté sonriendo, y ella se quedó en silencio. Parecía meditar mis palabras y no comprenderlas del todo.
—¿Por qué alguien como tú querría ser amigo de alguien como yo? —Soltó de repente contrariada.
—¿Alguien como tú, alguien como yo? —pregunté sin entender—. ¿Qué tiene de raro que quiera ser tu amigo? Me atrae tu forma de ser y el color de tus ojos —sonreí sincero.
—¿Mi forma de ser? —inquirió mirando sus muñones—. ¿Te refieres a mi discapacidad? —Los señaló, seguía a la defensiva y yo no encontraba la forma de hacerle saber que no era así. Ni siquiera me estaba refiriendo a eso.
—¡No! —rebatí para que no me malinterpretara—. Me refiero a tu forma divertida de ser, a que me has rechazado un millón de veces, a que no me mirabas y me ignorabas —sonreí y hablé con tono exagerado, necesitaba eliminar la tensión que nos rodeaba.