La chica de los colores

6 Primera cita

• Bruno •

La llevé a un restaurante de comida china, porque en el camino me comentó que le gustaba. Cuando llegamos, no supe qué hacer ni cómo actuar, así que opté por mostrarme sincero.

—¿Necesitas que te ayude a sentarte en la otra silla o quieres permanecer en la tuya? No quiero ofenderte, solo… no sé qué hacer. —Me encogí de hombros y ella sonrió.

—En esa silla estará bien, luego te pediría que cierres la mía y la guardes donde no la vean —agregó.

—Bien —asentí sonriendo e hice lo que me pidió—. ¿Por qué siempre la escondes? —pregunté una vez que nos habíamos acomodado ya.

—Porque no me gusta que la gente me vea en ella cuando estoy haciendo algo común. Odio que se me queden mirando. Las personas suelen pensar cosas como: «¿Qué le habrá pasado a esa pobre chica?», «¿Has visto?, la lisiada está almorzando con un chico lindo». —Sonrió mientras repetía esas frases con voces distintas y divertidas—. Si estoy así, nadie se fija en mí, y eso me agrada.

—¿Entonces soy un chico lindo? —pregunté divertido, y se sonrojó. El rosa tiñendo sus mejillas mezclado con el celeste de sus ojos formó una combinación de colores casi tan perfecta como los colores del cielo al atardecer.

—Sabes que lo eres, no necesitas fingir —respondió, muy segura de sus palabras y ladeando un poco la cabeza.

—Tú también lo eres, ¿lo sabes? —pregunté, y se encogió de hombros.

—Diana me lo suele decir... —Miró por la ventana distraída.

—¿Quién es Diana? —cuestioné con curiosidad.

—Es mi mejor amiga y vecina. Tiene un pequeño hijo llamado Tomás, y me ayuda cada mañana: llevamos al niño a la guardería y luego me ayuda a colocar todo en su sitio en la plaza para poder trabajar —dijo volviendo a mirarme—. Es una gran amiga.

—Me alegra que tengas una buena amiga, la amistad es algo difícil de conseguir y de mantener —reflexioné pensativo. Yo tenía pocos amigos.

—¿Eres de por aquí? —preguntó, ahora más serena y sonriente.

—No, estoy en una especie de confinamiento obligatorio —respondí alegre—. Pero ya le he encontrado el gusto… —murmuré guiñándole un ojo. Ella volvió a sonrojarse y cambió de tema.

—¿De dónde eres?

—De la capital. Mis padres tienen una casa aquí, mi abuela era de esta ciudad… Y bueno, he venido desde pequeño —agregué—, pero siempre de vacaciones.

—Entiendo… Es el lugar de vacaciones preferido de mucha gente —sonrió—. Me encanta vivir en una ciudad turística, siempre hay cosas nuevas, gente nueva. Supongo que si has venido desde pequeño nos habremos cruzado alguna vez —añadió—. Nunca he salido de aquí.

—Pues… quién sabe, ¿no? —respondí imaginándola de niña—. Aunque no creo, porque no podría olvidar a una niña de cabellos tan coloridos como los tuyos —bromeé. Ella negó divertida.

—Solía tener el pelo rubio de chica. Los colores vinieron con el tiempo —respondió.

—Entonces, pintas hermoso y vives sola —afirmé sonriendo, y ella asintió—. ¿Qué edad tienes?

—Veintitrés —contestó, y luego me miró—. ¿Tú?

—Me temo que soy menor, veintidós —sonreí—. ¿Desde cuándo vives sola?

—Un año… —Volvió a observar la calle—. Mis padres me sobreprotegían demasiado, cosa horrible, por cierto, así que tardaron en ceder ante la idea, pero terminaron aceptándolo. Me acondicionaron una casa para que pudiera manejarme a mis anchas. Si te has fijado, es una casa de hobbit, casi todo está a nivel del suelo —sonrió.

—Me gusta tu casa y los colores con los que la has decorado —dije amablemente.

—Siempre hablas de colores —mencionó curiosa.

—Mi abuela me enseñó —afirmé pensativo—. Desde que volví aquí todo me recuerda a ella. Se llamaba Viviana, y amaba esta ciudad, pasó sus últimos años pintando diferentes paisajes de esta tierra. Creo que extrañaba mucho su vida aquí.

—Cierto que me habías dicho que ella pintaba —recordó ella sonriendo, y asentí.

—Me decía que todo en la vida se trataba de colores, nos enseñó a mis hermanos y a mí a pensar en ellos. Si algo nos ponía felices o tristes, debíamos imaginarnos de qué color eran nuestros sentimientos o emociones. Nos ayudaba a calmarnos, ella siempre le ponía significado a los colores. De chico creía que ella pensaba que todos vivíamos dentro de un cuadro gigante —añadí.

—Interesante —sonrió—. Es bonito pensar que vivimos en un cuadro, que podemos pintar en él los colores que queramos —suspiró.

—Tú eres la chica de los colores para mí… —Me animé a decirle mirándola con ternura—. Desde el principio me llamó la atención el color de tus cabellos, y luego, cuando te vi de cerca, el color de tus ojos… Nunca había visto nada tan… celeste. Por eso creo que el nombre te queda perfecto —ella sonrió—. Mi abuela decía que el celeste daba calma y tranquilidad —agregué.

—Bueno —comentó algo cohibida—, gracias por el cumplido. A mí me gustan los colores porque imagino que ellos tienen el poder de cambiar estados de ánimo. Cada mañana, me gusta imaginar que mis días serán bellos y coloridos. Aunque no siempre es fácil —aceptó bajando la vista.

—¿Es difícil?... ¿Lo que te pasa? —No sabía cómo preguntárselo, pero quería entender su realidad.

—Cuando era chica fue muy difícil, me costó mucho aceptar mi condición, saber que nunca volvería a tener piernas… Pero mis padres y mi abuelo fueron un soporte fantástico, me llenaron de ideas positivas y me repitieron tantas veces que yo podría ser y hacer lo que quisiera, que no había nada imposible para mí, que finalmente terminé por creerlo.

»Pero no siempre fue sencillo, en el colegio me sentía diferente, por más que tuve amigos y amigas, y no puedo quejarme, pues ellos nunca me hicieron sentir distinta… De todas formas, y aunque uno lo intente, hay situaciones que te superan, momentos en los que piensas «¿cómo sería si…?» —Hizo una pausa y su mirada se perdió tras la ventana que daba a la calle—. En fin, no siempre es fácil.



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En el texto hay: amor, discapacidad, arte

Editado: 25.03.2020

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