Nueva York no perdona. Pero yo tampoco.
El sonido de los taxis por las calles y esquinas, el olor a pretzels quemados y smog, y el ritmo de los pasos de la gente que no se detiene ni a las tres de la mañana. Esa es mi ciudad. Ruin, hermosa y despiadada… y lo único constante en mi vida.
Me llamo Yadira. Veinticuatro años. Multilingüe, guía turística, experta en escapar de la policía del metro y en encontrar lugares donde dormir sin pagar ninguna renta. No nací en Nueva York, pero esta ciudad me sedujo tan rápido que me convertí en parte del lugar antes de darme cuenta.
Aquí llegué junto con mi familia, mi madre y mi hermana pequeña. Mi padre falleció; él descansa en Alemania, nuestro país de origen.
Yo soy alemana del país del frío y la oscuridad, donde hay grandes valles y naturaleza y donde el invierno no tiene fin.
Vivir aquí es pelear todos los días con uñas y dientes. Pelear por un lugar en el vagón, por una propina decente, por no caer en la desesperación. Yo aprendí a sonreír para no destruirme a mí misma. Aprendí que ser fuerte no es una opción, es el único camino.
Hasta que cometí el error de mirar donde no debía. Una foto, una conversación equivocada, un nombre que jamás debí escuchar. Y perdí mi trabajo. Perdí el poco equilibrio que tenía. Y justo cuando creí que ya no había más fondo, aparecieron sus ojos. Oscuros. Intensos, fríos... De esos que no sabes si estás a salvo o te estás cayendo al abismo.
Carlo Diante.
Un tipo que camina como si el mundo le debiera algo y nadie se atreviera a negárselo. Elegante. Letal. Con una sonrisa tan rara como un día con sirenas en el Bronx.
Desde que lo conocí, supe que estaba en problemas. Pero nadie me advirtió que también me iba a enamorar.
Y ahora estoy aquí. Escribiendo estas palabras con las manos temblando, sin saber si mañana voy a despertar en mi cama… o en una celda. Porque lo que viene no es un cuento de hadas, nenas. Es guerra.
Y yo… estoy lista.
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