Me despierto con el crujido de la madera vieja y el olor inconfundible de café instantáneo hirviendo en la olla. No sé si son las cinco, las seis o qué maldita hora es, pero el cuerpo ya no me pide dormir. Me pide moverme. No sirvo para estar en la cama con los ojos abiertos como si nada. Si no estoy dormida, siempre me levanto.
—Te dejé una tostada —me dice mamá desde la cocina sin mirarme. No hay mucho en casa, pero nunca falta para poder dar un bocado.
—Ah, perfecto. —Desayuno gourmet —contestó, estirando los brazos como si quisiera alcanzar la luna.
Mi madre, Antonia, no sonríe. No ha sonreído mucho desde que murió mi padre, hace seis años. En ese entonces yo tenía dieciocho y aún pensaba que con esfuerzo bastaba para salir adelante. Qué ingenua. La vida me enseñó rápido que el esfuerzo es una broma si no hay lucha y mucho trabajo.
Mi hermana, Camila, sale de la habitación con la ropa arrugada y el cabello hecho un desastre. Tiene catorce años y la mirada cansada; aparenta muchísimos más. A veces creo que nunca va a conocer una adolescencia normal. No con la mala vida que llevamos a diario.
—Te dije que te peinaras anoche, Cami —le digo mientras busco algo que no huela a humedad para ponerme.
—No me dio tiempo. Estaba terminando el trabajo de ciencias.
—¿A la luz de qué? —¿De las estrellas? —le pregunto, sabiendo la respuesta.
—De la linterna. Pero no importa. Ya me acostumbré.
Me detengo. Trago saliva. Me gustaría gritar, prometerle que pronto todo será mejor. Pero sería mentirle. Y si hay algo que odio más que la pobreza, es alimentar esperanzas falsas.
Salimos las tres del apartamento al mismo tiempo. Mamá se va a limpiar oficinas. Cami, a su escuela pública que parece una cárcel. Y yo, al infierno con cubiertos de plata, al famoso restaurante.
Pero hoy no voy directa al trabajo. No. Hoy tengo que pasar por la oficina de turismo. Todavía me duele el estómago de rabia cuando pienso en lo que pasó. Un turista italiano dejó su cámara en el banco. Yo, por instinto, la llevé al mostrador. Pero en la pantalla había una foto. Una foto que no debí ver. ¡Qué mala suerte la mía!
Tres hombres reunidos en un callejón oscuro. Uno de ellos llevaba un arma. Otro, una bolsa negra de esas que no traen ropa precisamente. La imagen duró un segundo en mi vista, pero fue lo suficiente. Intenté olvidarla, pero al día siguiente me llamaron a la oficina.
“Está usted despedida por conducta sospechosa”, me dijeron.
Y ya está. Nadie me preguntó qué vi. Nadie me creyó. O tal vez alguien sí me creyó… y por eso me echaron.
Llego al edificio con la falsa ilusión de que quizá, solo quizá, me devuelvan el empleo. Pero la recepcionista me mira con mala cara, de la cabeza a los pies, como si yo fuera un despojo.
—Yadira, ya te dijimos que no hay nada que hablar.
—Solo quiero saber si alguien preguntó por mí. Sí hubo… alguna denuncia.
—No. Pero si sigues viniendo, va a haberla.
Así funciona esta ciudad. Te usa, te exprime y, cuando te convierte en un problema… te elimina.
Yo era una de sus mejores guías turísticas, pero se ve que no valoran el trabajo bien hecho; si no les interesas, te echan y punto.
¡Malditos empresarios!
Después del intento fallido, me siento en un banco del parque frente al Hudson. Donde las palomas te roban el almuerzo si te descuidas. Me saco los zapatos y dejo que el frío se me suba por los tobillos. Es un castigo, pero también es un problema que me quito de encima. Estoy viva. Todavía.
Abro mi cuaderno. Escribo unas líneas. Nada poético. Solo garabatos que me ayudan a no cabrearme y a organizarme un poco.
1. Consigue un trabajo fijo.
2. Que no implique sonrisas falsas.
3. Que no implique hombres con armas.
4. Pagar la luz.
5. Cuidar a Camila, para no dejarle todo el trabajo a mamá.
Doblo la hoja. Me meto los zapatos otra vez y camino al restaurante. De nuevo. Siempre de nuevo.
Pero es lo mejor que tengo ahora mismo, aunque no me gusta nada.
Esa tarde, en el turno, casi nadie habla. Las otras camareras no me miran. Algunas porque me ven como una competencia. Otras porque saben lo que es caer, verme sufrir y, claro, prefieren no encariñarse.
Mientras limpio una mesa, una mujer elegante me lanza un billete de veinte como si fuera una migaja.
—Para ti, cariño. Seguro lo necesitas más que yo.
—Y seguro usted necesita una clase urgente de modales, señora —respondo antes de detenerme.
Silencio. Tensión. Pero ella se ríe.
—Me agradas, chiquita. Tienes valentía.
—Sí. Soy humilde, sin dinero, pero educada, señora.
Esa noche, al llegar a casa, encuentro a Cami durmiendo en el sofá. Tiene una libreta en el regazo y una nota en la mano. Es un poema. Lo leo. Habla de querer ser una niña normal, tener su bicicleta, querer tener amigas, no tener que correr todo el tiempo. Me parte el alma.
—Mi niña —le susurro bajito—. Si yo pudiera darte todo ahora mismo, lo haría.
Le cubro los pies. Luego entro a mi habitación, ese rincón donde todo cabe y nada encaja. Es un desastre de habitación, no por estar descolocada; al contrario, la tengo limpia y todo está ordenado. Pero no me da la comodidad de ser la habitación perfecta para mí. Al igual que mi hermana, me gustaría que nuestra casa fuera un hogar acogedor, tener de todo y sentirnos bien, pero no es así. Me siento en el colchón inflable. Tomo mi cuaderno otra vez. Y escribo.
“Antes de Carlo Diante, ya era fuerte.
Antes de los clanes, ya sobrevivía.
No quiero que me busquen.
Solo quiero dejar de sentir que todo es una batalla perdida”.
Y entonces cierro los ojos.
Y sueño.
No, con lujos.
Sino con paz.
Con una vida donde nadie me mire desde arriba.
Una vida donde ser mujer, pobre y con agallas no sea motivo de castigo.