La chica de New York

Capítulo 4º A fuego lento.

Deluca’s se viste de lujo cada noche. Candelabros enormes, música suave, risas fingidas y un menú que cuesta más que mi alquiler mensual. Aquí nada es casual, y mucho menos sus clientes.

Carlo Diante es uno de ellos. El principal. El más joven, pero también el más imponente. Dicen que heredó parte del negocio y compró el resto a pulso. Lo que no dicen, pero todas sospechamos, es qué tuvo que hacer para lograrlo.

Aparte de jefe, es un buen cliente. Gasta y paga en su propio restaurante cada bebida y cada cena que consume.

A mí no me lo contaron. Yo lo vi.

Aunque al principio creí que solo era otro rico aburrido con cara de actor italiano y trajes a medida, con el tiempo entendí que no. Carlo es el tipo de hombre que no necesita levantar la voz para dar órdenes. La gente simplemente... obedece.

Yo incluida.

Esa noche, llegué antes de lo habitual. Los tacones me duelen desde que entré al turno, pero no me los cambio. Aquí las camareras debemos parecer modelos que saben sostener tres platos sin que se nos caiga la dignidad. A veces lo logro. Otras… finjo muy bien.

Lo vi al fondo, en su mesa privada. Siempre llega antes que todos y siempre se marcha el último. Estaba solo, revisando unos papeles. A mí no me miró. O eso creí.

—Yadira —escuché mi nombre detrás de mí, y cuando giré, él ya estaba a mi lado.

No lo escuché acercarse. Nadie lo hace nunca.

—Sí, señor Diante —respondí, como siempre. Profesional. Correcta. Firme por fuera, temblorosa por dentro.

—Hoy vas a encargarte de la mesa doce. Quiero que estés atenta.

Mesa doce. Otra vez. Los hombres innombrables. Los negocios que no figuran en ninguna factura. Las copas que se llenan más de lo debido.

—Claro —dije sin discutir. Porque discutir con él es pelear a lo tonto. Siempre pierde una.

Tenía dieciséis años cuando llegamos a Nueva York. Mi madre, mi hermana pequeña y yo. Tres mujeres con un par de maletas y una dirección escrita en una hoja arrugada.

El apartamento era diminuto, con paredes delgadas como papel y cucarachas y suciedad por todos los sitios. Estaba en una zona que olía a fritura vieja y calles sin iluminar. Pero era nuestro. No encontramos nada mejor; tampoco podíamos permitirnos nada más.

Mi madre encontró trabajo limpiando casas y oficinas. Yo… yo quería más. Hablaba alemán, mi lengua materna. Aprendí inglés en menos de un año y me arriesgué con el francés porque me parecía elegante. Me vendí como guía turística. "Una alemana con pasión por Nueva York", decía el cartel que imprimí con mis últimos dólares.

Me iba bien. Hasta que metí las narices donde no debía.

Una foto. Un cliente extraño. Un nombre pronunciado en un idioma que no entendía. Tres días después, estaba en la calle. Sin explicación. Sin segunda oportunidad.

La mesa doce me miraba y me devoraba con los ojos. No lo harían. No tan fácil.

Uno de los hombres tenía un anillo tan grande como su reloj. Otro se reía sin hacer ruido. Había tensión en el aire, esa tensión que aprendí a detectar cuando algo no va bien… y esa noche olía a pólvora escondida entre los manteles.

—¿Qué va a tomar el señor? —pregunté, segura. Pero en realidad estaba cagada de miedo.

Carlo los observaba desde lejos. No estaba en la mesa, pero estaba con la mesa. Presente. Controlándolo todo.

Cuando salí a la cocina, me alcanzó.

—¿Todo bien?

—Perfecto —dije. Pero mi pulso iba a mil por hora.

—Uno de ellos preguntó por ti.

—¿Y qué les dijiste?

—Que eres mía.

El silencio entre nosotros fue brutal. No por lo que dijo, sino por lo que significaba.

—¿Tuya como empleada o tuya como…?

No terminé. No era necesario.

—Como alguien que no se toca —respondió.

No sabía si debía agradecérselo o salir corriendo.

Recuerdo la última noche que dormí tranquila. Tenía diecisiete años. Mi hermana se había quedado dormida en mi brazo y mi madre aún estaba despierta, sentada junto a la ventana, llorando en silencio.

Le pregunté qué pasaba.

—Nada, cariño —me dijo. Solo extraño un poco quién fui.

Yo no entendí nada entonces. Ahora sí.

Nueva York no te deja ser tú. Te convierte en alguien diferente. Alguien más duro. Más fría. Más rápida.

—Te llevaré a casa esta noche —me dijo Carlo, sin pedirme permiso—. No me gusta cómo te miraron.

—No me gusta que tú lo decidas —le respondí.

—Tampoco a mí me gusta que estés aquí —confesó. Pero no me atrevo a sacarte de momento. Aún no.

Sus palabras me dejaron sin aire. Eso es algo que yo también pensaba.

No era un juego. No era una atracción tonta. Esto era algo más intenso.

Y justo cuando creí que tenía todo controlado, Carlo me tocó la muñeca, suavemente.

—Tú no eres como las demás —me susurró.

Y aunque quise negarlo… no lo hice.

Porque en el fondo, yo también sabía que esto podría ir a más. Para bien o para mal. Pero ya estaba implicada desde que entré a trabajar en su restaurante, que no es para nada lo que parece.

Todavía no sé lo que es, pero me enteraré.




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