La chica de New York

Capítulo 5º Algo huele mal.

Me tiemblan las manos mientras limpio la copa número veintitrés. No porque esté nerviosa por romperla, sino porque Carlo Diante está a menos de dos metros de mí, observándome como si ya supiera lo que voy a hacer.

—Estás distraída —dice sin levantar la voz.

—Estoy trabajando —respondo sin mirarlo.

—No me has contestado —añade. Suena casual, pero ambos sabemos que no lo es.

Cierro los ojos por un segundo. Sus dedos rozando los míos cuando me ayudó a recoger las servilletas caídas, su mirada detenida en mi boca, ese casi beso que me dejó el corazón a mil.

No pasó nada. Pero yo lo sentí todo.

—No hay nada que contestar —digo.

—¿No? —pregunta él, acercándose.

No puedo evitar levantar la vista. Su corbata oscura, su camisa blanca impecable, su postura de jefe que lo ve todo, pero no se inmuta por nada. Hasta que llegué yo, claro.

—Solo quiero trabajar tranquila, Carlo —le susurró. Es la primera vez que digo su nombre en voz alta, y maldita sea si no me quema la lengua.

Él sonríe. Como si estuviera ganando en un juego que yo no sabía que estábamos jugando.

Antes de poder alejarme, la puerta del restaurante se abre de golpe. Tres hombres entran. No visten como clientes. Uno lleva chaqueta de cuero, otro tiene una cicatriz que le parte el labio, y el tercero… el tercero camina como si este lugar fuera suyo. Algo me huele mal.

Carlo se gira y todo en él cambia. Su postura. Su mirada...

—No ahora —gruñe entre dientes.

Los tres tipos se acercan directamente a él.

—Necesitamos hablar —dice el del labio partido.

Carlo no responde. Me mira a mí, como si quisiera saber cuánto he oído. Cuánto he podido entender.

—Yadira, ve al almacén —me ordena, sin mirarme otra vez.

—Estoy trabajando.

—Ahora no.

Su tono no deja espacio para la réplica. Camino hacia la puerta trasera sin discutir, pero me detengo justo antes de entrar al almacén. Me escondo detrás del estante de vinos. No soy estúpida. Si algo raro pasa, quiero saberlo. Quiero entender en qué clase de mundo se mueve Carlo Diante.

Y lo entiendo demasiado bien cuando escucho la palabra "envío".

—No han llegado las armas —dice el del cuero.

—Eso no es problema mío —responde Carlo.

—No juegues al inocente, Diante. Sabemos que tu firma está en los papeles.

¿Armas? ¿Qué demonios es esto?

Mi corazón late como si quisiera escaparse de mi pecho. Esto no es un simple restaurante elegante. Esto es una fachada que esconde algo más. Y, por cierto, nada bueno según veo.

Carlo responde algo que no alcanzo a escuchar, pero la tensión sube como si el aire se hubiera vuelto pólvora. El del labio partido golpea la mesa. El ruido hace que me sobresalte y tire una botella sin querer.

¡Crash!

Silencio.

—¿Qué fue eso? —dice uno de los tipos.

Empiezo a retroceder, pero ya es tarde. La puerta del almacén se abre y me encuentran.

El del cuero me señala alzando la barbilla.

—¿Quién es ella?

—Una camarera —dice Carlo de inmediato. Demasiado rápido.

El tipo me analiza con la mirada.

—¿Seguro? Tiene cara de saber más de lo que debería.

Yo finjo temblar. No me cuesta. Porque sí, estoy temblando.

—Vuelve a tu lugar, Yadira —dice Carlo, sin apartar la vista del tipo.

Yo obedezco, sin mirar atrás.

Durante el resto del turno. Limpio, sirvo, sonrío. Pero estoy lejos. En mi cabeza solo hay preguntas. ¿Carlo está metido en tráfico de armas? ¿Qué otra cosa pasa en Deluca’s cuando se cierra y las luces se apagan?

Y, sobre todo… ¿Por qué siento que él está intentando protegerme?

Cuando el restaurante cierra, él me alcanza en la puerta trasera.

—No vuelvas a hacer eso —me dice, totalmente serio.

—¿A esconderme? ¿O a escuchar?

—A ponerte en peligro por curiosidad.

—Entonces no metas armas en tu restaurante, Carlo.

Parece que va a gritarme, pero en lugar de eso, da un paso hacia mí. Muy cerca. Puedo oler su colonia, su rabia.

—No sabes en lo que te estás metiendo.

—Tampoco tú —le respondo.

Y entonces, él hace algo inesperado. Me toma de la muñeca y pone algo en mi mano. Es una llave.

—¿Qué es esto?

—Una puerta. Para cuando necesites salir corriendo.

Me quedo helada. Porque no sé de qué me habla.

Y mientras lo veo alejarse, lo único que tengo claro es que esta historia no va a terminar bien.

Carlo desaparece tras la puerta de emergencia y me quedo sola bajo la luz amarillenta del callejón. Aprieto la llave que me ha dado. Está fría, es metálica, con bordes duros. ¿Qué tipo de hombre le da a una camarera una llave sin explicar nada?

No sé si quiero entenderlo. O sí tengo miedo de hacerlo.

Camino hacia la estación del metro con el abrigo pegado al cuerpo. Hace frío, pero no es el clima lo que me hace temblar.

El día que llegamos a Nueva York fue distinto a como lo imaginé durante años en Alemania. Mamá sostenía la mano de mi hermana menor, mientras yo cargaba las dos mochilas con ropa usada que habíamos traído. El apartamento que nos alquilaron estaba en el Bronx, con una cocina que olía a humedad y una vecina que gritaba todo el día.
Pero mamá sonreía. Siempre sonreía.
—Estamos aquí, nena —dijo, abrazándome. Nueva York nos va a tratar bien.
Mentía.
Lo supe la primera noche, cuando escuchamos tiros y mamá cerró las ventanas llorando en silencio. Esa fue mi primera lección: esta ciudad es peligrosa. Tienes que luchar y tener fuerza.

Presente.
Ahora camino entre las sombras como una más de los miles de almas sin nombre que cruzan esta jungla. Me subo al vagón, y por un segundo siento que me siguen. Giro la cabeza, pero no hay nadie.

O eso creo.

Cuando llego a casa, subo los cuatro pisos a pie. El ascensor lleva meses sin funcionar. Abro la puerta de nuestro apartamento —pequeño, apretado, pero hogar al fin— y me encuentro a Camila dormida en el sofá. Tiene los audífonos puestos y el cuaderno de dibujo en el regazo. Es buena. Más que buena. Si la vida fuera justa, ella estaría en una escuela de arte, no compartiendo ramen conmigo.




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