La chica de New York

Capítulo 7º Misterio.

Y regresé nuevamente a la oficina; no me podía quedar de brazos cruzados. Si no, no sería yo misma.

Abrí la carpeta con las manos temblándome. No sabía exactamente qué buscaba… pero sí sabía que quería encontrar la verdad.

Lo que encontré fue peor. Pero ya me lo esperaba.

Rostros de hombres. Serios, mal encarados, con miradas fijas. Cada fotografía iba acompañada de una ficha muy detallada. Nombre, nacionalidad, antecedentes. Algunos tenían marcas rojas, como si ya estuvieran… eliminados.

Se me puso la carne de gallina.

Eran mafiosos. Gente con poder. Y por la forma en que estaban organizados, parecían parte de una red. Una red peligrosa.

Mi mirada tropezó con un papel distinto, un manuscrito, con tinta azul y arrugado por las esquinas. No tenía foto. Solo un nombre.

Y, ¡joder!, era mi nombre.

Yadira Himmel. Clasificada. Observación activa. Riesgo 3.
Y más abajo, una nota escrita en mayúsculas.
“NO DEBE SABER LA VERDAD TODAVÍA”.

Mis piernas se doblaron. Me senté en el suelo, entre las carpetas, el polvo y con un lío mental impresionante. ¿Por qué estaba mi nombre allí? ¿Qué era lo que no debía saber?

¿Por qué mi nombre aparecía entre los de una red criminal? ¿Quién había escrito eso? ¿Desde cuándo estaba siendo observada?

Con las manos sudadas y el corazón latiéndome como un tambor, seguí hurgando en la carpeta. Bajo la hoja donde estaba mi nombre, encontré una serie de informes con fechas, lugares… ¡Eran sobre mí! Detalles de mis movimientos, horarios, incluso fotos tomadas a escondidas: una de cuando salía del trabajo con mi uniforme de Deluca’s, otra en Central Park comiéndome un bagel, una más en la puerta de nuestro apartamento.

Me sentí expuesta. Violada. Como si alguien hubiera estado respirando en mi nuca durante meses y yo, estúpidamente, no me diera cuenta.

Cerré los ojos y pensé. Mi madre. Mi hermana. ¿Estaban en peligro? ¿O ya lo estaban y yo era la última en enterarme?

Entonces decidí seguir con más fuerza que nunca. Me obligué a mí misma a averiguar la verdad que tanto miedo me daba. Bajo los informes, había un pendrive pegado con cinta negra. Y me lo guardé sin pensarlo. Tenía que saberlo todo, y más ahora que mi nombre figuraba junto a todos esos mafiosos.

Me incorporé con torpeza; todo eso era más fuerte que yo, y créeme, yo no soy una debilucha, siempre me he defendido con uñas y dientes. Pero esto es demasiado para mí.

El sonido de un seguro quitándose me hizo girarme bruscamente. Un hombre, grande como una montaña, bloqueaba la salida del despacho. Vestía de negro, con una chaqueta de cuero y cara de pocos amigos.

—¡Eso no deberías haberlo visto! —me gritó.

No lo pensé. Y comencé a correr.

Me lancé por la ventana lateral del despacho, que daba a un pasillo de servicio. Caí sobre unas cajas, me rasgué la pierna, pero no paré.

Corrí por el corredor trasero del restaurante, esquivé carritos de cocina y salí por la puerta del personal directo al callejón. No tenía un plan. Solo mi instinto. Seguí corriendo como si la muerte me persiguiera. Y quizás lo hiciese.

Los neones de la calle me cegaron al salir. Un taxi pasó a toda velocidad. Me escondí detrás de un contenedor mientras oía la puerta del callejón abrirse. El tipo salió. Miró a ambos lados. Maldijo. Y volvió a entrar.

Había escapado. Pero por poco.

Respiré agitada; el corazón lo sentía como un colibrí enloquecido. Me toqué la pierna, me sangraba, pero no era grave. Saqué el pendrive del bolsillo y lo miré como si fuera una bomba.

Porque tal vez lo fuera. Es más, estoy segura de que lo es.

Esa noche no volví a casa.

Me escondí en la azotea del edificio donde trabajaba una amiga, guía turística. Es un viejo truco que tengo de supervivencia: cuando estás en peligro, cambia tu rutina. Me quedé allí arriba, entre antenas oxidadas y el sonido lejano de los trenes nocturnos, viendo las luces de Nueva York y pensando en mi madre y mi hermana.

No dormí. No pude pegar ojo en toda la santa noche.

A la mañana siguiente, conecté el pendrive en un cibercafé de Chinatown. Lo hice desde un ordenador público, con guantes y el gorro bajado hasta las cejas.

Y lo que vi me dejó totalmente helada.

Videos. Archivos de audio. Fotos. Conversaciones entre hombres de acento italiano y alemán. Tráfico de armas, lavado de dinero, sobornos a funcionarios. Uno de los nombres se repetía: Diante.
Pero no, Carlo… Vittorio Diante.

Un apellido coincidía. ¿Hermano? ¿Padre?

Y entonces escuché una voz que sí reconocí. Muy clara, profunda y firme.

Carlo.

Estaba en una llamada. Era reciente.

—Ella no sabe nada todavía. No debió encontrar la carpeta. Si vuelve a acercarse, me encargaré yo mismo.

Me atraganté con mi propia saliva.

¿Estaba hablando de mí?

Sentí que el suelo se hundía bajo mis pies. Las piezas empezaban a encajar… y a dolerme. El tipo que me quitaba el aliento. El que me miraba como si pudiera desnudarme con la mirada. ¿Era parte de toda esta mafia?

¿O estaba tratando de protegerme?

Esa noche, volví a casa con cuidado, mirando sobre mi hombro a cada paso, asegurándome de que nadie me siguiera. Subí sin hacer ruido y entré en el apartamento. No se oía ni una mosca. Mi madre y mi hermana estaban dormidas. Yo me encerré en el baño y me miré al espejo.

Mis ojos ya no eran los mismos.

La chica ingenua que sonreía a los turistas en tres idiomas había desaparecido.

Ahora era alguien más.

Una chica en una lista. Clasificada. Observada. Y en peligro.

Y lista para descubrir toda la verdad, aunque eso me costara la vida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.