La noche cayó sobre Nueva York con esa arrogancia que solo las ciudades grandes pueden permitirse. Oscuras, húmedas, llenas de secretos, de gentes variadas. El tipo de noche en la que nadie pregunta y todos callan. Y yo... yo estaba dejando de callar. Estaba cansada de ver que mi vida cada vez era peor. Y no vine a Nueva York a sufrir, sino a tener un futuro mejor.
De momento, no lo estoy consiguiendo.
Desde que vi esas fotos en la carpeta del despacho de Carlo, algo dentro de mí cambió. Una llama me quema por dentro y yo no la sé apagar. Él no me había dicho ni una palabra de lo que realmente escondía detrás de su apellido. Y eso dolía. Bueno, más que doler, me daba rabia. Porque yo no era ninguna niña perdida.
Yo crecí viendo a mi madre doblarse en turnos interminables, a mi hermana esquivar balas emocionales para seguir estudiando y a mí misma aprender a defenderme con las uñas afiladas. Sobrevivir en una ciudad como Nueva York no era un lujo, era un deporte extremo. Así que si Carlo pensaba que podía ocultarme quién era... estaba a punto de darse contra una Yadira muy distinta.
Me metí en internet. Mi portátil tenía más años que yo en Estados Unidos, pero aún tiraba. Teclee su nombre completo: Carlo Diante. Al principio, nada. Pero luego empecé a hilar. Encontré una empresa tapadera: Diante Global Trading. Operaciones de importación/exportación. Sonaba limpio. Pero, ¡madre mía!, olía a podrido.
Y luego, más abajo, en un foro antiguo, apareció lo que no debía haber visto nunca: una lista de empresarios europeos sancionados por actividades sospechosas. Su apellido estaba allí, junto a otros. Y un comentario anónimo en un hilo de Reddit decía:
"Diante no solo mueve cargamentos. Mueve voluntades ajenas. O las compra".
El estómago se me revolvió.
Alemania. Años atrás. Mamá revisando papeles con cara de mala leche, y un hombre golpeando la puerta de nuestro minúsculo departamento en Stuttgart. Recuerdo su acento tosco, su sonrisa falsa. No quería té. Quería algo más. Y mamá, después de cerrar la puerta, dijo: “Nos vamos a Nueva York. Hoy.”
No pregunté por qué. Ahora empiezo a entender muchas cosas.
Me temblaban las manos cuando apagué el portátil. No sabía si quería gritar o llorar. Pero no hice ninguna de las dos cosas. Me puse la chaqueta y salí directa al Deluca's. Ya era tarde, y el restaurante estaba cerrando. Pero necesitaba hablar con él.
—¿Yadira? —dijo Lucca, uno de los cocineros, al verme entrar. Ya nos íbamos…
—Vengo a ver a Carlo.
El chef me miró raro, pero me señaló con la cabeza que podía pasar. Subí las escaleras hacia la oficina privada. Las luces estaban bajas. Toqué la puerta. Pero nada. Al final la empujé.
Y ahí estaba él. De espaldas, en camisa blanca, viendo algo en su móvil.
—No pensé que vendrías esta noche —dijo sin mirarme.
—Y yo no pensé que me estabas metiendo en una madriguera de serpientes.
Se giró lentamente. Sus ojos se encontraron con los míos. Firmes. Como si ya supiera que yo sabía algo. Tonto no era.
—¿Qué encontraste?
—¿Por qué no me lo preguntas al revés, Diante? ¿Qué no encontré?
Se hizo el silencio entre nosotros. Me acerqué, dejando los pasos retumbar sobre la asquerosa madera pulida.
—Sé que tu empresa no es lo que dice ser. Sé que tu apellido huele a pólvora en Europa. Y sé que no soy la primera persona a la que intentas envolver en tus sucios asuntos.
—Tú no sabes nada, Yadira.
—No me subestimes. No, después de todo lo que he vivido. No después de haberme criado en las calles de esta ciudad, tragando polvo y aprendiendo a oler el peligro desde kilómetros.
Entonces él suspiró. Y vi algo en su mirada que no era arrogancia. Era... miedo.
—Si sigues hurgando donde no debes, te van a matar, Yadira. Este mundo no es para gente buena.
—¿Y tú crees que soy buena? —le escupí, con una sonrisa cínica. Carlo… yo nací con las manos limpias, pero la vida me las llenó de sangre ajena.
Mi primer año como guía turística. Un cliente borracho y demasiado amable. Una noche en la comisaría por haberlo empujado al suelo cuando intentó besarme a la fuerza. Me llamaron exagerada. Me ficharon. Aprendí a no confiar. A no confiar jamás en nadie; no confío ni en mi propia sombra.
Carlo se acercó despacio. Sus dedos rozaron los míos, pero me retiré.
—No vengo por consuelo —le dije. Vengo por respuestas.
—Te estás metiendo con hombres que no dudan en enterrar a quien se enfrenta a ellos. Incluidos los que no saben cuándo callar. Esos son los peores; te venden al mejor traidor.
—Entonces habla tú primero.
Se puso serio. Me tomó por la muñeca con fuerza, pero sin lastimarme.
—Tu madre huyó de algo más grande que deudas, ¿verdad? —me dijo en voz baja. Tú no lo sabías. Pero hay razones por las que tú y yo nos hemos cruzado. Y no son casualidades.
Me quedé helada.
—¿Qué estás diciendo?
—Que nuestros pasados están más unidos de lo que crees.
Era la primera vez que lo veía tan frágil. No físicamente. No. Él seguía siendo ese hombre que parecía hecho de mármol y rocas irrompibles. Pero su voz esta vez tembló. Y eso me partió algo por dentro.
Yo soy dura, me estoy criando en la calle y la vida es mi maestra, pero, como todo el mundo, tengo mi pequeño corazoncito. Yo no soy de piedra.
—¿Quién eres realmente, Carlo?
Él se acercó, tan cerca que sentí su respiración mezclarse con la mía. Y dijo:
—Alguien que ha hecho cosas horribles… pero que no puede alejarse de ti.
Y entonces, como si algo explotara en el fondo del restaurante, escuchamos un golpe. Un fuerte estruendo. Cristales rotos. Pasos. Y gritos abajo.
Nos quedamos en silencio.
Carlo me empujó detrás del escritorio con un movimiento rápido.
—Quédate aquí. No salgas hasta que vuelva.
—Carlo…
—Lo que viene… no es para que lo vean tus ojos.