La lluvia comenzaba a caer cuando salí de Deluca’s, con el uniforme aún puesto y la mente dándome vueltas como una noria. La ciudad olía a humo, a agua estancada. Nunca me imaginé Nueva York así, cuando aún vivíamos en Alemania. Lo había visto por la televisión, pero nada que ver con lo que ahora realmente veía, al encontrarme en esta enorme ciudad...
Llevaba horas pensando en esas fotos. En esos hombres. En lo que vi por accidente en ese móvil desbloqueado que no debía haber tocado. Sabía que había cruzado un límite. Pero también sabía algo más: mi madre estaba conectada con todo esto, aunque no entendía cómo.
—No te metas, Yadira —me decía mi voz interior. Esta vez no vas a poder salir corriendo tan fácil.
Pero era demasiado tarde. Porque yo había empezado a investigar. Y lo hacía como respiraba: sin pensarlo, sin pedir permiso a nadie. Porque si algo tenía claro en la vida, es que la verdad siempre termina saliendo.
Y yo... quería estar cerca cuando eso pasara. Y descubrir qué demonios estaba pasando y qué pintaba mi madre en todo este lío.
Me refugié bajo una cornisa a revisar mi teléfono. Guardaba una copia de las fotos que vi en el móvil de Carlo. Las envié rápido a un correo anónimo antes de borrar cualquier rastro. No podía arriesgarme a que me descubrieran. Ni siquiera sabía si él lo había notado.
Pero algo me decía que sí.
Seis años atrás.
La primera vez que pisé Nueva York tenía dieciocho años y el corazón hecho un nudo. Mamá se aferraba al bolso donde guardaba todos nuestros documentos, y Camila dormía con la cabeza en mi hombro, agotada por el viaje.
—Esta ciudad no es para nosotras —dijo mamá.
Yo, en cambio, lo vi todo bien. Una segunda oportunidad. Aunque no habláramos bien inglés, aunque no tuviéramos nada, aunque el barrio donde íbamos a vivir oliera a aceite rancio y desesperanza. Yo estaba convencida de que íbamos a lograrlo.
A los pocos días, conseguí mi primer trabajo de guía. Empecé en inglés, luego en francés chapurreado. Aprendí rápido, y me gané la simpatía de los turistas. Hasta que lo arruiné. Hasta que metí las narices donde no debía.
Volví al presente con un sobresalto. Un coche negro se detuvo al otro lado de la calle. Las ventanas estaban polarizadas, y el motor apenas hacía ruido. Me quedé quieta. Un segundo. Dos. Tres.
Entonces, la ventanilla se bajó.
Y allí estaba él.
Carlo Diante.
Camisa negra. Mirada opaca. El rostro más difícil de leer que había conocido.
—Sube —me ordenó, sin levantar la voz.
Tragué saliva. ¿Lo había descubierto? ¿Sabía que toqué su teléfono? ¿Iba a matarme?
Crucé la calle. Abrí la puerta del coche. Y me senté.
—¿A dónde vamos? —pregunté, fingiendo estar en calma.
—A enseñarte algo. —Algo que cambiará tu forma de ver las cosas —dijo por fin. Y arrancó el coche.
El trayecto fue largo. Demasiado largo. Fuimos saliendo del centro, adentrándonos en zonas industriales donde los grafitis pintados describían guerras entre bandas y la policía siempre brillaba por su ausencia.
Yo no decía nada. Solo apretaba mi bolso con fuerza.
Finalmente, Carlo se detuvo frente a un viejo almacén de ladrillos. Abrió la puerta y me hizo un gesto con la cabeza.
Entramos.
Y fue como caer en otra dimensión. Dentro no había cajas ni polvo. Había tecnología. Monitores. Pantallas de vigilancia. Rostros en listas. Mapas de la ciudad.
Y entre todo eso… una foto.
Una foto de mi madre. Joven. Sonriendo. Vestida con un uniforme que juro no haber visto en mi vida.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Carlo me miró de manera extraña.
—Tu madre no la conoces bien, Yadira. Trabajaba para alguien... alguien que ahora quiere que desaparezcas.
El mundo se me vino abajo.
Y entendí que yo no era la única con secretos.
Me costaba respirar. Las paredes parecían dar vueltas sobre mi cabeza. Tuve que apoyarme en una mesa metálica para no caerme.
—¿Mi madre? —¿Qué hacía aquí? —pregunté, señalando la foto con la voz temblorosa.
Carlo no respondió. Sacó un pequeño expediente de una caja cerrada con código. Y me lo tendió.
—Esto es todo lo que pude conseguir. Pero si empiezas a leerlo...
Miré el sobre. Pesaba muy poco, pero sentía que tenía la densidad de un planeta entero. Lo abrí.
En su interior, había una ficha de ingreso. Antonia Klein, año 2003. Luego una hoja con símbolos que no entendía, nombres tachados y una dirección en Berlín que nunca había escuchado en casa.
—¿Qué es esto? —le dije, pasando las hojas.
—Tu madre pertenecía a un grupo de traductoras especializadas... para ciertos organismos —dijo Carlo—. Organismos que desaparecen si los nombras, sin dejar ningún rastro. Ella trabajaba con información... peligrosa. Muy peligrosa.
Lo miré incrédula.
—¿Estás diciendo que mi madre era una espía?
Él no sonrió. Ni tampoco me lo negó. Solo me miró con dureza y eso era algo que me sacaba de quicio.
—Estoy diciendo que... alguien la traicionó. Y si tú has llegado hasta aquí, si has empezado a tocar hilos sueltos, ese alguien ya sabe que existes.
Sentí un escalofrío recorrerme todo el cuerpo.
—¿Quién?
—No lo sé todavía —dijo—. Pero si te quedas cerca de mí... lo sabrás.
Me giré hacia la pantalla más cercana. Ahí, entre decenas de rostros, uno brillaba con claridad. Lo reconocí de inmediato. Era uno de los hombres de la foto del móvil.
—Ese estuvo en Deluca’s esta semana —dije, señalando la imagen—. Pidió la carta en francés. Apenas habló. Y pagó en efectivo. Pero tenía algo en la mirada... algo raro.
Carlo se acercó.
—Se llama Laurent. Y no es un cliente. Es uno de los peores hombres que te puedas cruzar en tu camino.
Yo solo quería sobrevivir en Nueva York. Pagar el alquiler. Cuidar a Camila.
Y de repente estaba metida en medio de algo más turbio y más peligroso de lo que había estado nunca.