La chica de New York

Capítulo 10º Huida entre sombras

¿Cómo atraeré estos problemas a mi vida?

Nunca pensé que un restaurante lujoso como Deluca's pudiera convertirse en una trampa mortal. Pero así es Nueva York: en un segundo, pasas de servir pastas al dente a correr por tu vida con el corazón a cien por hora...

Todo empezó cuando salí del despacho de Carlo. Eran las 2:34 de la madrugada. Las calles de Manhattan estaban más vacías de lo normal, algo que ya era raro de por sí. Me despedí con un gesto serio y mirada pensativa, prometiéndole que leería todo el expediente al llegar a casa.

Pero nunca llegué.

Apenas caminé una calle cuando lo sentí detrás de mí. Ese tipo de intuición que tenemos las mujeres. Fingí mirar un escaparate de ropa, pero vi el reflejo. El hombre del restaurante. Laurent.

Vestido de negro, con un abrigo largo y pasos suaves. Caminaba despacio, sabiendo que me tenía acorralada.

Yo actuaba con calma, pero la adrenalina me corría por las venas. Crucé la calle, luego giré por una avenida lateral. Y aceleré el paso. Él también.

Fue entonces cuando me eché a correr.

Las botas sonaban en el asfalto; el aliento se me secaba en la garganta. Pasé por unos callejones oscuros, subí por unas escaleras metálicas de emergencia y salté una reja que me desgarró el abrigo. Me corté el muslo, pero ni lo sentí. Solo corría desesperadamente para proteger mi pellejo.

—¡Eh! —gritó alguien desde un camión repartidor. No me detuve a explicarle nada. Crucé delante del camión, giré en seco y me escondí detrás de un contenedor de basura que apestaba a carne podrida.

Lo vi pasar. Mirando de lado a lado. Con esa cara seria, firme y con algo en el bolsillo.
No era una persona normal. O al menos, no como los demás. Tenía algo en la mirada...

Esperé. Contuve la respiración. Cuando por fin se alejó, me arrastré por detrás de unos botes y salí por una puerta trasera que daba a una lavandería 24 horas. Entré como una loca. Me miraron raro, pero nadie me dijo nada.

Una mujer negra de unos cincuenta años me tendió una toalla.

—Estás sangrando, nena —dijo—. Si quieres esconderte, hazlo en la secadora grande. Nadie mira ahí.

Lo hice. Me metí en esa secadora industrial, cerré la puerta por dentro y me abracé las rodillas para estar más cómoda.

Y entonces, comencé a recordar.

Año 2019. Había pasado solo un mes desde que mamá, Camila y yo llegamos a Nueva York.
Yo tenía 18 años. Camila, apenas 8. Mamá nos llevó a un apartamento destartalado en el Bronx. Las ventanas tenían cinta en las esquinas para que no entrara tanto frío. Olía a curry y humedad. ¡Qué asco!

Mi primer trabajo fue de guía turística para alemanes. Usaba mi lengua materna para vender tours falsos por Chinatown y el puente de Brooklyn.
No era legal. Pero ponía comida en la mesa.

Una noche, mamá llegó tarde. Traía un moretón en el cuello. Me dijo que se había resbalado. Pero yo sabía que era mentira.

—No preguntes, Yadira —me dijo—. Solo sigue trabajando. Haz lo tuyo. Protege a tu hermana.

Esa frase se me quedó grabada. Haz lo tuyo. Protege a tu hermana.

Siempre.

El sonido de una lavadora me sacó de mis recuerdos. Me temblaban las manos. Saqué el expediente del bolso. Y ahí, entre las páginas, encontré una tarjeta con un número.
Una dirección.

Brooklyn, calle Jefferson, 412B.

Junto a ella, una nota escrita a mano:

"Si estás leyendo esto, ya es tarde. "Encuentra al hombre del piano".

¿El hombre del piano? ¿Qué demonios significaba eso?

Saqué mi móvil, pero no tenía señal. Entonces apagué el GPS.
Si alguien me rastreaba, no se lo iba a poner fácil.

Esperé otra media hora más dentro de la secadora. Luego, me limpié la herida, y se lo agradecí a la mujer de la lavandería, y salí al amanecer.

Las calles se estaban llenando de coches, los cafés estaban abriendo, la gente con prisas y ojeras como siempre. Nueva York volviendo a su rutina diaria. Yo, en cambio, sentía que caminaba en medio de una guerra que solo era mía. Imagino que las personas con las que me cruzaba también tendrían sus problemas. Cada sonido de pasos tras de mí me provocaba ansiedad.

Decidí no volver al apartamento. Si me habían seguido hasta el restaurante, también podían haber rastreado mi casa. No iba a arriesgar a Camila ni a mamá. Eso, ni loca.

Caminé por calles que conocía de memoria, las que había recorrido cuando me tocó trabajar guiando turistas. Me senté en un banco del parque, lejos del centro, y saqué el expediente. Lo leí por tercera vez. Cada palabra, cada número, cada inicial. Visualice cada detalle.

Y entonces lo noté.

Una de las hojas no coincidía con el resto del documento. Tenía un tipo de letra distinto, una textura más gruesa, como si hubiera sido impresa en otro lugar. Al girarla, noté algo raro en el reverso: un relieve oculto.

Lo froté con el dedo. Estaba escondido bajo una capa fina de barniz, casi sin notarse. Saqué un encendedor pequeño que llevaba en el bolso y, con cuidado, acerqué la llama.

La capa se deshizo. Y apareció un nombre grabado con tinta térmica:

Alexander G. – Operación "Círculo de cristal" – Junio 2018

Mi corazón se detuvo. ¡Joer!

Esa fecha... Esa operación... Mi madre desapareció en junio de 2018.

Volví a leer el nombre. Alexander G.

—¿Quién eres tú? —me pregunté a mí misma.

Saqué el móvil de nuevo; esta vez lo dejé apagado y escribí una nota en un pedazo de papel.

Buscar en registros policiales.
Círculo de cristal.
Alexander G.
Hombre del piano.
Jefferson, 412B – Brooklyn.

Guardé todo con el doble de cuidado. Ya no se trataba solo de mí. Ni siquiera solo de mi madre. Se trataba de su pasado y qué pintaba yo en todo este entramado, por qué me seguían a mí, a una joven de veinticuatro años, que no los había visto en la vida.

Y lo peor es que... había alguien observándome.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.