—Tu madre no era la mujer que creías —dijo Carlo con la voz rota.
Estábamos en su oficina, iluminados apenas por la luz de la lámpara del escritorio. Afuera llovía, las nubes cubrían el cielo como un manto gris. Yo temblaba, sin saber si huir o quedarme. Pero algo en mí necesitaba escucharlo todo. Saber quién era en realidad mi madre, y quién fue en el pasado.
—¿Qué sabes de ella? —pregunté, tragándome el miedo que sentía.
Carlo se frotó el rostro. Parecía luchar contra sus propios recuerdos. Dejó en algún momento ese pasado olvidado y ahora nuevamente yo le obligaba a volver a recordarlo todo.
—Yo no la conocí personalmente —dijo al fin—. Pero cuando trabajaba en Berlín, hace años, su nombre apareció en un expediente. Era uno de los nuestros. O eso creíamos.
—¿Nuestros? ¿Qué quieres decir?
Me miró con ojos cansados.
—Fui parte de una célula de inteligencia privada. Nos contrataban gobiernos, empresas, criminales. Jugábamos a ser Dios con la información. Yo era solo el analista… pero sabía demasiado.
Me faltaba el aire. Mi madre. Carlo. Todos con pasados llenos de secretos. Todos dentro de situaciones turbias, malas influencias, mala gente.
—¿Y qué tenía que ver mi madre?
Carlo se levantó, abrió un cajón y sacó una carpeta polvorienta. Dentro, fotos antiguas. Documentos en alemán. Me mostró una imagen. Una mujer joven, hermosa, vestida con un abrigo rojo. Pelo suelto, mirada bonita, pero muy intensa. Era ella. Antonia.
—En los años 90, en Berlín, tu madre trabajaba para el BND, la inteligencia alemana —confesó Carlo—. Pero era un doble agente. Jugaba para dos bandos.
Me quedé horrorizada.
—¿Qué bandos?
Carlo respiró hondo.
—Uno era el BND. El otro... El Círculo de Cristal.
Se me pusieron los pelos de punta. Ese nombre. Otra vez.
—¿Qué es exactamente ese círculo?
—Un colectivo secreto. No eran un gobierno. Eran poderosos sin ley. Gente de negocios, exespías, banqueros corruptos. Compraban todos los secretos y eliminaban a todos los testigos, sin dejar rastro de ellos. Manipulaban peleas sentados desde sus elegantes despachos. Y tu madre fue reclutada por ellos.
Mi corazón latía desbocado. No podía ser real.
Mi madre era ama de casa, con dos niñas chiquitas y un marido trabajador. Una excelente madre, no voy a negarlo, pero ¿por qué meterse en estos líos?, ¿qué necesidad tenía?
Siendo yo un poco más adolescente, sí que comenzó a trabajar en una multinacional que tenía que salir fuera de Alemania incluso, porque hablaba alemán e inglés perfecto. Papá ya había fallecido hacía unos meses y yo tenía doce años. Me creí la historia de mi madre al decir: "Ahora papá no está, pero mamá trabajará para que no nos falte de nada".
—¿Y por qué se fue? ¿Por qué huyó?
Carlo cerró la carpeta con fuerza.
—Porque robó algo de ellos, aparte de dejar deudas de dinero en determinados lugares... Algo que nunca debió tocar. Información. O quizá una lista. Nadie sabe exactamente qué. Pero desde entonces, Alexander, que era el rostro más visible del Círculo, la marcó para morir. A ella y a sus descendientes, juro que lo pagaría caro. Nadie se reía de él y menos una mujer.
—¿Y tú cómo sabes todo esto?
Me miró. La confesión llegó en un momento adecuado, cuando me estaba hablando de todo esto. A mí, que en realidad no me debía explicaciones, me las tenía que dar mi madre.
Pero mi madre no sabe que yo me estoy enterando de su turbio pasado, de una segunda vida paralela a la de una familia normal en Alemania. Donde nadie se lo podía ni tan siquiera imaginar, mi madre, una mujer modélica. Una buena esposa, qué triste... y duro al mismo tiempo para mí. ¿Sabría mi padre algo de todo esto?
—Porque una vez trabajé para ellos.
Sentí un nudo en el estómago. Carlo. El hombre que me besó. El que me prometió protegerme. Había trabajado para el enemigo. El que con esa cara de ángel, cualquiera lo diría. Pero las apariencias engañan, y según vas creciendo, te vas dando cuenta de ello.
Me levanté de golpe.
—¿Y qué haces ahora? ¿Protegerme o entregarme?
Carlo se acercó. Me sujetó el rostro entre sus manos, suavemente, y me miró a los ojos.
—No podría entregarte. Ni aunque quisiera. Porque desde que te conocí… no puedo dejar de pensar en ti.
Su aliento rozó mi boca. Y estuve a punto de caer en su trampa otra vez. Pero me aparté.
—¿Cómo sé que no eres como ellos?
—Porque estoy dispuesto a morir por ti, Yadira.
Un trueno rompió la conversación en ese instante. Y con él, el crujir de una puerta abajo, en el restaurante.
Ambos nos tensamos. Escuchamos pasos. Y voces en otro idioma.
Carlo se acercó a la ventana; apenas corrió la cortina.
—¡Mierda! —Habló entre dientes—. Han venido por ti.
Me miró.
—Tienes que salir de aquí. Ahora.