Los hombres se repartieron por los salones del restaurante y por la zona de cocina.
Carlo se movía rápido; nunca lo había visto así de esa manera.
—Muévete, Yadira —me ordenó con un tono bajo.
Las sirenas a lo lejos rompían el silencio de la noche. Las luces de los coches patrulla iluminaban las rendijas de la puerta principal, tiñendo de azul y rojo el suelo de madera. No necesitaba que me dijera nada más. Había crecido en barrios donde el peligro en su mundo estaba a la orden del día, y sabía que cuando alguien como Carlo decía que corrieras, era porque la siguiente opción era morir.
—Por aquí. —Carlo tiró de una estantería al fondo del salón, tras la barra principal. La madera crujía y se deslizaba para revelar un pasadizo estrecho y oscuro.
—¿Tienes un pasaje secreto en el restaurante? —pregunté con incredulidad.
—Hay cosas que es mejor tener y no necesitar, que necesitar y no tener —replicó con una sonrisa, esa que siempre me volvía loca.
No tenía tiempo para preguntas. Las voces al otro lado de la puerta principal se oían cada vez más cerca... No solo policías. También estaban ellos. Los de Alexander. Sabía que si me atrapaban no me darían una segunda oportunidad.
Entramos en el pasillo. La estantería se cerró tras nosotros y todo quedó en una oscuridad absoluta. Sentía el aliento de Carlo cerca, el roce de su mano guiándome. El aire estaba cargado de humedad y de polvo acumulado. Pero era lo mejor que teníamos en ese momento para poder escapar.
—Sujétate a mi camisa. No te sueltes. —Su voz sonaba protectora.
Obedecí sin pensarlo. Avanzábamos a ciegas, por ese largo pasillo, a sabe Dios dónde... Podía escuchar nuestros latidos en ese silencio, el crujir de la madera bajo nuestros pies y el rumor de las voces a la distancia.
No sabía cuánto tiempo pasó, pero de pronto la oscuridad comenzó a ceder. Y una luz apareció al final del pasillo.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Hay una salida a los callejones traseros. Pero primero... —Carlo empujó una puerta de metal que rechinó y entramos a una pequeña sala llena de cajas viejas y botellas de vino empolvadas.
—Qué sitio más acogedor —murmuré con sarcasmo.
—Mejor esto que una bala en la cabeza, ¿no crees? —replicó Carlo. Me miró fijamente, con ese brillo tan suyo en los ojos.
Tomó mi cara entre sus manos. Su piel estaba fría, pero su mirada...
—Prométeme que si algo me pasa, corres. No mires atrás.
—No digas tonterías —negué, con un nudo en la garganta.
—Promételo, Yadira.
Se lo prometí. Carlo suspiró y dejó un beso rápido en mi frente.
—Vamos.
Empujamos otra puerta que daba directa al callejón. Sentí el aire frío en la cara, pero no fue nada comparado con la visión que teníamos delante.
Tres hombres armados nos esperaban. No llevaban uniforme. Vestían trajes oscuros y tenían mala cara.
—Diante —gruñó uno de ellos—. El jefe quiere verte. A los dos.
Carlo dio un paso adelante, cubriéndome con el cuerpo.
—Dile que no estamos interesados. —le contestó.
El hombre sonrió, pero era una sonrisa perversa.
—No es una invitación.
El sonido de un arma siendo amartillada heló mi sangre. Estaba cagada de miedo. Pero entonces, un disparo rompió la tensión. Uno de los hombres cayó al suelo de golpe, y se veía sangre brotar de su cuello.
Carlo me tomó de la mano y echamos a correr antes de que pudiera entender qué estaba pasando.
—¿Quién ha disparado? —pregunté entre sollozos.
—Un amigo... espero. —Carlo sonrió sin humor mientras corríamos entre los callejones.
Las luces de la ciudad parecían borrosas, las gentes por las calles de un lado para otro y las sirenas no paraban de sonar... Corrimos hasta que me ardieron los pies.
Finalmente, Carlo se detuvo en un viejo edificio de ladrillo, con una puerta medio rota.
—Aquí estaremos seguros por ahora.
Dentro, el polvo y la humedad me hicieron toser. Era un refugio improvisado que de momento nos venía bien; yo estaba agotada. Carlo se sentó en un viejo sofá y se pasó las manos por el rostro.
—No puedo seguir escondiéndote cosas, Yadira. Esto no va a mejorar.
—Lo sé. Quiero respuestas. De una vez por todas.
Carlo me miró fijamente a los ojos y me hizo señas para sentarme a su lado.
—Tu madre, Yadira. Todo esto tiene que ver con ella. Hay cosas que no entenderás, cosas que ni siquiera deberías saber... pero ya es tarde para eso.
Mi corazón se puso a palpitar velozmente. El pasado de mi madre, los hombres de Alexander, la foto que encontré... Todo era un enigma.
—Empieza a hablar —exigí.
Carlo me miró con sus ojos color avellana, intensamente.
—Tu madre no era quien decía ser. Antes de llegar a Nueva York, en Alemania... trabajaba para gente peligrosa. Muy arriesgada. Alexander era uno de ellos y creo que su amante.
—¿Qué? —La cabeza me daba vueltas.
—Por eso la quieren muerta. Por lo que sabe. Por lo que hizo. Y ahora tú estás en medio de esa guerra.
Las palabras me golpearon como puños. Mi madre, la mujer que apenas podía pagar la renta, ¿había sido parte de un mundo de crimen y poder? Y había sido la amante de uno de ellos, ¿y papá?
Antes de que pudiera procesarlo todo en mi mente, un ruido en la puerta nos puso sobre aviso. Carlo se levantó con el arma en la mano.
—Están aquí. Prepárate, Yadira.
Me puse de pie, con el miedo en todo mi cuerpo... Pero esta vez no iba a quedarme quieta.
Estaba lista para luchar. Por mí. Por mi familia. Por descubrir toda la verdad.
Y por Carlo.
Porque aunque me partiera el alma, ya era demasiado tarde para negar lo que sentía por él.
"Lo único que sabía en ese momento era que mi vida estaba a punto de cambiar para siempre... y que, aunque escapáramos, solo era el principio de mi tormento."