En medio del sótano oculto de Deluca’s, mientras el ruido del sonido de nuestros pasos aún retumbaba en mis oídos, no podía dejar de pensar en lo que había visto: las fotos, los hombres desconocidos, los nombres en clave. Nada tenía sentido… hasta que mi mente me arrastró de nuevo hacia mi infancia.
Un lugar al que juré no volver.
Un tiempo en que aún creía que mi madre era simplemente… mi madre.
Alemania, hace 16 años. Yo tenía 8. Mamá estaba embarazada.
Vivíamos en un apartamento frío, de techos bajos y pasillos largos con las habitaciones a los lados, un gran salón y una pequeña cocina; el baño se encontraba al final. Antonia, mi madre, apenas hablaba por esos días. Su vientre crecía más cada semana, y sus ojos… sus ojos ya no eran los mismos.
Y los de mi padre tampoco...
Aquel día lo recuerdo con una nitidez dolorosa.
—Yadira, cariño —me dijo mientras se ajustaba un abrigo negro sobre el cuerpo con la barriguita marcada por el embarazo—, si alguien llama, no abras la puerta. Pase lo que pase. ¿Me escuchas?
—Pero, mamá… —quise preguntar—, ¿a dónde vas?
—A trabajar —respondió sin mirarme.
Ese "trabajo", ella siempre venía con maletas cargadas, pasaportes y muchos papeles; las ausencias de mamá duraban días, incluso alguna vez duraban un par de meses o más... Se iba sin avisar. Volvía con billetes arrugados, joyas escondidas en los dobladillos y miedo metido bajo la piel.
Y yo, con apenas ocho años, no entendía nada, solo creía lo que ella me contaba y no era mucho.
Una vez, me atreví a abrir su bolso.
Encontré mapas. Sellos de fronteras de Rusia, Turquía, Marruecos… nombres que no comprendía. Y un sobre con una foto rota: mi madre, más joven, con un hombre de rostro serio y gafas oscuras. Su mirada, recuerdo, me dio mucho miedo. Parecía... vigilante. Controlador.
¿Quién era ese hombre?
¿Y por qué mi madre lloró tanto al ver que había descubierto esa foto?
Yo tan solo era una niña, que no sabía nada, nada más que ir al colegio, obedecer y jugar con mis amigas en la calle delante del edificio donde vivíamos, sin separarme demasiado.
Volví al presente, con el pecho cargado como si me faltara la respiración...
—¿Estás bien? —Carlo me miró, apoyado contra la pared del sótano, aún con el arma cerca de su mano.
Incline la cabeza, confirmándole que estaba perfectamente. Pero le mentí.
Porque no podía decirle la verdad.
Había algo podrido en nuestro pasado. Esos viajes misteriosos de mi madre, incluso estando embarazada de Camila. ¿Qué clase de mujer hacía eso?
Y entonces, un recuerdo me vino de repente.
Tenía ocho años. Mamá volvió de uno de sus “trabajos”. Venía golpeada. Tenía sangre en la camisa y los ojos morados y llenos de tristeza. Me abrazó tan fuerte que me faltó el aire.
—Nunca te involucres con hombres —Yadira. Prométemelo.
No supe qué responder. Yo era una niña que no entendía de esas cosas, solo de jugar con muñecas y montar en bici, pero esa frase quedó grabada en mi alma para siempre.
Papá, como siempre, no decía nada. Fue el mejor padre que se puede tener, cariñoso, bromista, juguetón, pero la vida nos lo arrebató, dejándonos solas.
Nunca vi a mamá llorar.
Ahora todo empezaba a encajar. Las piezas se estaban colocando en su sitio. Como si se tratara de una jugada maestra de ajedrez...
Alexander… los hombres de las fotos… los documentos en ruso que encontré en un sobre escondido entre las cosas viejas de mamá…
Mi madre había huido de algo. O de alguien.
Y ahora, ese pasado venía a por mí.
—¿Qué estás pensando? —Carlo se acercó con esa mirada suya, entre protectora y que me estaba comiendo con los ojos, toda enterita de arriba a abajo.
—Estoy pensando que mi madre no fue solo una inmigrante valiente. Fue más —le susurré—. Y tal vez… eso es lo que nos está amargando la existencia ahora mismo.
Él no me dijo nada. Pero su mano buscó la mía.
Y sin más se acercó tanto que nuestros labios se rozaron. Sentí su cuerpo desprender calor, y ese abrazo inesperado, lo mejor que me había pasado en mucho tiempo.
Nuestros cuerpos se atraían, y los dos lo sabíamos, pero Carlo era prudente y sabía separarse en el momento justo.
En ese momento, sentí que no estaba sola en esta guerra. En esta batalla que ni tan siquiera era mía,
Pero que, sin embargo, me iba a tocar batallarla.
Menos mal que Carlo estaba conmigo. Nada más y nada menos que Carlo Diante.