Nunca pensé que el corazón pudiera latirme con tanta fuerza y tan rápido por culpa del miedo que tenía en este momento… y del deseo al mismo tiempo.
Carlo conducía como si supiera que alguien podía estar siguiéndonos. Y no hablaba. Apenas me miraba. Sus nudillos estaban blancos sobre el volante, pero su cara… esa sí la vi seria, y eso que él estaba acostumbrado a todos estos líos. Formaban parte de su día a día, por ser quien era y tener las amistades que tenía. Aparte de hacer todo lo que hacía, que no era nada bueno. Un restaurante elegante, en una buena zona, con clientes elegantes y mujeres muy finas y delicadas. Una tapadera perfecta.
No hablamos hasta llegar a su apartamento.
Era un piso alto, elegante, con ventanales que daban al cielo de Manhattan y con una vista que, por unos segundos, me hizo olvidar que estábamos huyendo. Unas vistas impresionantes.
—Entra —me dijo él con voz baja, dejando que lo siguiera por un pasillo de madera oscura y paredes limpias. Todo olía a café, cuero caro y algo que solo podía ser… él.
Yo, con mis zapatillas sucias del pasadizo secreto y el abrigo raído, parecía estar fuera de lugar.
Pero él me miró como si fuera la única cosa valiosa que ahora tenía allí.
—¿Vives solo? —le pregunté.
—Sí.
—Es... enorme.
—Es seguro.
No hablaba mucho. Pero sus ojos… y su mirada lo decían todo.
Yo suspiré y me dejé caer en el sofá. La verdad es que las piernas me temblaban.
Carlo fue a la cocina y abrió una botella de vino y sirvió dos copas. Cuando me la ofreció, nuestras manos se rozaron. Y por primera vez desde que lo conocí, me sentí indefensa y frágil.
Y no por miedo. Nada de eso, no soy una chica cobarde.
Sino por lo que está creciendo dentro de mí.
—Necesito salir de aquí —me susurré a mí misma.
—. Estás a salvo aquí. Nadie sabe de este lugar —me dijo de repente.
Tal vez no lo dije tan bajo y me escuchó.
—Ni siquiera Alexander.
—Menos mal, porque ese hombre me da una mala espina.
Me giré hacia la ventana y le di la espalda. Ver las luces de la ciudad me ayudaba a pensar. Pero sentí su presencia detrás de mí. Y su voz, cerca, muy cerca.
—Tú no eres como las demás chicas que han trabajado en Deluca’s.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que hay fuego dentro de ti, Yadira. Que estás hecha para romper reglas… y para ponerme en peligro.
Me giré. Él estaba tan cerca que oía su respiración.
—¿Y eso te molesta?
—Me vuelve loco —me confesó.
Entonces, sus manos fueron a mi cintura. Y las mías… a su pecho.
Nos quedamos así. Sin besarnos. Sin tocarnos más. Simplemente mirándonos y disfrutando de esa situación que habíamos creado sin darnos cuenta, pero que a los dos nos gustaba.
Lo nuestro era una guerra. Entre su razón y mis dudas. Entre sus secretos y mi vida llena de problemas...
Y sin embargo, cuando me acercó más y nuestras frentes se tocaron… supe que estaba totalmente perdida.
—Carlo… —dije, pero él ya lo sabía.
Sus labios bajaron hasta rozar los míos, pero se detuvo a milímetros.
—No quiero aprovecharme de ti —me murmuró al oído.
—No lo harás. Yo también quiero esto —le confesé mirándolo a los ojos.
Entonces, por fin ocurrió: nos besamos.
Fue lento. Intenso. Lleno de pasión, profundo. Como si ambos supiéramos que esto no iba a durar para siempre… Yo, una jovenzuela de veinticuatro años, pobre y camarera en su restaurante, y él, un apuesto, atractivo hombre de negocios, de treinta y dos años. Que posiblemente busca una mujer en su vida, a su altura, y lamentablemente yo no lo estoy. Pero mientras dure, aprovecharé el momento y creo que él también...
Después, apoyé la cabeza en su pecho. Sentía su corazón latir igual de acelerado que el mío.
—Dime que no soy solo una chica más para ti —le pedí, una explicación en bajito.
Él me levantó el mentón. Y con sus ojos fijos en los míos, dijo:
—Tú eres la razón por la que todo está cambiando, Yadira. Tú eres mi peligro favorito.
Y ahí, en ese apartamento lujoso, yo me dejé caer en sus brazos… sabiendo que lo nuestro no sería nada fácil, ni tampoco seguro.
Pero ya era inevitable.