Lo que empezó como una promesa vacía y sin expectativas, poco a poco se convirtió en algo más profundo de lo que esperaba. El primer día de mi Camino de Santiago lo abordé con total indiferencia, únicamente concentrado en cumplir mi apuesta perdida. Las primeras horas transcurrieron sin pena ni gloria; mis pasos eran automáticos y mi mente vagaba entre pensamientos triviales. Sin embargo, conforme avanzaba, algo en mí comenzó a cambiar.
El paisaje, que al principio me resultaba monótono, empezó a capturarme. Los verdes valles parecían extenderse hasta tocar el cielo, las montañas se alzaban majestuosas como si guardaran secretos milenarios, y los pequeños pueblos, dormidos en el tiempo, emanaban una tranquilidad imposible de ignorar. Caminaba durante horas en soledad, acompañado únicamente por el canto de los pájaros y el crujir de mis botas sobre la grava. En ese silencio, encontré una paz que jamás había sentido antes. La naturaleza, vasta y serena, parecía susurrarme respuestas que no sabía que necesitaba.
Conforme llegaba a los albergues, me encontraba con otros peregrinos: hombres y mujeres de todas partes del mundo, cada uno con su propio motivo para estar allí. Había quienes caminaban por razones espirituales, otros por aventura, y algunos simplemente escapaban de sus vidas cotidianas. No importaba de dónde viniera cada uno, lo cierto es que el Camino nos unía en una especie de hermandad silenciosa. A medida que compartíamos historias alrededor de una mesa sencilla, sentía cómo lo superficial se desvanecía, dejando solo lo esencial: nuestra humanidad compartida.
Una de las noches más memorables fue en un pequeño albergue, después de un tramo agotador del Camino. El cansancio era palpable, pero, contra todo pronóstico, la atmósfera se tornó festiva. Alguien sacó una guitarra, y en cuestión de minutos nos vimos envueltos en una improvisada fiesta. Las risas resonaban, el vino fluía y la música parecía borrar las barreras del idioma. Peregrinos de todas partes: alemanes, italianos, españoles, franceses… todos bailando bajo las estrellas. Incluso yo, que siempre había sido más reservado, me entregué a la alegría del momento. Por un breve instante, el tiempo dejó de existir. Todo lo que importaba era el presente.
Pero la realidad golpeó al día siguiente. Me desperté tarde, con la cabeza pesada por el vino y el cuerpo dolorido por la caminata. La resaca y el agotamiento me obligaban a detenerme cada pocos kilómetros, perdiendo así el ritmo que había mantenido hasta entonces. Poco a poco, fui quedándome atrás, y mis compañeros de viaje desaparecieron en la distancia.
Llegué al penúltimo albergue al caer la noche. El lugar estaba lleno, y con una sonrisa de disculpa, el hospitalero me sugirió que fuera al pueblo cercano para buscar alojamiento. No tenía otra opción. La idea de dormir bajo el cielo abierto no me atraía mucho, por eso el cansancio extremo me obligó a aceptar su consejo y buscar una cama cómoda para poder descansar bien.
Mientras caminaba hacia el pueblo, la luz del crepúsculo desapareció rápidamente, y pronto me vi envuelto en una oscuridad total. La luna no brillaba esa noche, y el camino que antes parecía sencillo ahora se tornaba inquietante bajo la penumbra. Los árboles susurraban con el viento, y el sonido de mis pasos sobre el suelo se amplificaba en el silencio de la noche. Avanzaba guiado solo por mi intuición y la linterna del teléfono, con la sensación de que la oscuridad ocultaba algo más que el simple paisaje.
No sabía entonces que esa oscuridad no solo cubría el paisaje... sino también una verdad que estaba a punto de descubrir.