A medida que caminaba, la sensación de estar perdido crecía en mi pecho como una sombra que se alargaba con cada paso. El kilómetro que me había prometido el hospitalero parecía estirarse interminablemente, y los árboles a mi alrededor comenzaban a jugar con mi mente. Cada vez que giraba la cabeza, me parecía que el paisaje se repetía, como si estuviera atrapado en un bucle. La oscuridad se cerraba sobre mí, y por primera vez desde que había comenzado el Camino, sentí una punzada de miedo.
De repente, entre las sombras, apareció una figura. Una chica vestida de blanco, con un brillo tenue alrededor de su silueta, se materializó a unos metros de distancia. Al principio me sobresalté, pero lo que era sorprendente no fue su repentina aparición, sino la extraña calma que me inundó en su presencia.
—¿Eres peregrino? ¿Te has perdido? —preguntó en un susurro, con una voz suave y tranquilizadora.
Asentí sin poder articular palabra. Ella sonrió, una sonrisa que parecía fuera de lugar, como si supiera algo que yo no. Sin más explicación, me ofreció un refugio.
—Vivo cerca, en el pueblo. Puedes descansar en mi casa esta noche —dijo, con una dulzura que me desconcertó—. Sígueme.
No había mucho que pensar. La alternativa era seguir deambulando a oscuras, y el ofrecimiento parecía una bendición. Mientras la seguía, no pude evitar fijarme en su vestido. Aunque bonito, parecía sacado de otra época, quizás de hace un siglo. "¿Quién entiende a las mujeres y su moda?", pensé, tratando de aliviar mi creciente incomodidad con un toque de humor interno. Pero la verdad es que había algo extraño en todo esto.
Ella avanzaba con paso firme y seguro por el camino oscuro, como si conociera cada piedra y cada curva. Yo apenas distinguía el sendero, pero ella no parecía dudar ni un segundo. Finalmente, divisamos una pequeña casa de piedra, modesta pero acogedora, al borde del bosque. Las luces cálidas de las ventanas proyectaban una bienvenida que me hizo sentir como si hubiera encontrado un santuario en medio de la nada. Me hizo un gesto para que entrara.
Dentro, la casa era igual de acogedora. Una lámpara suave iluminaba la sala, creando sombras danzantes en las paredes de piedra. Me invitó a sentarme y me ofreció una cena sencilla: pan fresco, queso y un guiso caliente que fue un bálsamo tras la jornada. Mientras comíamos, me contó que era pintora y que vivía allí en soledad, buscando inspiración en la naturaleza. Me habló de cómo los paisajes del Camino, la serenidad de los bosques y el río cercano le habían devuelto la pasión por el arte.
Lo que me pareció más curioso fue la serie de cuadros que me mostró. Todos representaban el mismo río, serpenteando entre árboles bajo diferentes luces y estaciones. Un cuadro en particular me atrapó: el río parecía fluir hacia mí desde el lienzo, casi tangible. Me perdí en su corriente pintada, como si me llamara a sumergirme en sus aguas.
—Este lugar tiene algo especial para ti, ¿verdad? —le pregunté, intrigado.
—Sí, es muy especial. Siempre encuentro algo nuevo aquí, incluso cuando pinto lo mismo —respondió ella, con una mirada profunda—. Mañana, debes seguir el río. Te protegerá y te llevará al final de tu camino.
Después de la cena, me condujo a una pequeña habitación. La cama era sencilla, pero acogedora, con una ventana que daba al bosque. Me tumbé, agotado, y cerré los ojos, dispuesto a dormir, pero el silencio de la noche parecía demasiado profundo, demasiado denso. No estaba seguro de si realmente había llegado a dormirme cuando, de repente, la puerta se abrió lentamente.
La chica, con su vestido blanco, entró en la habitación. Esta vez, su mirada era diferente, más intensa, casi hipnótica. Se acercó a mí sin decir una palabra, y lo que ocurrió después fue un torbellino de sensaciones. Su tacto, su aliento cálido, la cercanía de su cuerpo… todo parecía increíblemente real. Mi mente se perdía en un sueño de pasión desenfrenada, pero, justo cuando parecía que todo culminaba, un destello de terror se abrió paso entre la fantasía.
Un lobo apareció en la ventana, con ojos brillantes y una sonrisa depredadora que mostraba colmillos afilados. La saliva goteaba de su boca, y de repente, en un movimiento rápido, rompió la ventana y se lanzó hacia mí. Grité, presa del pánico, y en ese momento me desperté.
El sol ya comenzaba a filtrarse por la ventana. Me incorporé de golpe, con el corazón latiendo con fuerza. Miré alrededor, desorientado, pero todo estaba en silencio. No había lobo, ni ventana rota. La noche anterior había sido tan vívida que me costaba creer que solo había sido un sueño.
Me levanté rápidamente, pero cuando salí de la habitación, algo no cuadraba. La casa estaba completamente vacía. Los cuadros, la mesa con la cena, incluso la chica... todo había desaparecido. Las paredes desnudas y el frío en el aire me envolvieron con una sensación de abandono.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Algo no estaba bien. Recogí mis cosas apresuradamente y salí corriendo de la casa. Mientras me alejaba, el misterio de lo que había vivido la noche anterior seguía dándome vueltas en la cabeza. ¿Había sido real? ¿Había sido solo un sueño? Y, sobre todo, ¿quién era realmente esa chica del vestido blanco?