Esa noche, tras una cena sencilla con mis compañeros, me acosté exhausto pero satisfecho. Haber completado el Camino de Santiago me llenaba de una paz que hacía mucho no experimentaba. El cansancio físico me arrastró rápidamente al sueño, y el reconfortante ambiente de camaradería parecía la culminación perfecta de todo el viaje. Sin embargo, al igual que la noche anterior, mi descanso no fue tan sereno como esperaba.
De repente, me desperté en medio de un sueño tan vívido que parecía real. Esta vez, no hubo una puerta que se abriese ni un ruido extraño que me alertara; en cambio, una presencia densa llenó la habitación. Giré la cabeza con lentitud y allí estaba ella, la chica del vestido blanco, de pie junto a la cama. Se veía tan tangible, tan real, que por un instante olvidé que la noche anterior solo había sido un sueño. Sin decir una palabra, se acercó a mí, y antes de que pudiera reaccionar, me vi envuelto de nuevo en su inexplicable atracción.
Su tacto, sus labios, cada caricia era tan real que me hacía dudar de la frontera entre el sueño y la realidad. La pasión que nos consumía parecía superar los límites de lo que podía comprender, como si una fuerza invisible nos empujara hacia ese encuentro irremediable. No podía pensar con claridad, solo dejarme arrastrar por el torbellino de emociones.
Pero, en el clímax de esa extraña unión, algo cambió. Al mirar hacia la ventana, vi tres lobos observándome desde la oscuridad. Sus ojos brillaban con una ferocidad salvaje, y la tensión en el aire se volvió sofocante. Sabía que algo terrible estaba por suceder.
De repente, el líder de la manada lanzó un rugido profundo que resonó en mis huesos, y los tres lobos se abalanzaron sobre mí, rompiendo la ventana en mil pedazos. Sentí sus colmillos desgarrando mi piel, sus garras aferrándose a mi carne. El dolor era indescriptible, una agonía que parecía prolongarse eternamente. Pero lo más aterrador no era el dolor físico, sino la sensación de ser devorado no solo en cuerpo, sino también en espíritu. Con cada mordida, sentía que los lobos me arrebataban fragmentos de mi alma, dejándome vacío.
Quise gritar, pedir ayuda, pero el miedo me dejó mudo. La pesadilla me había atrapado por completo, y justo cuando pensé que ya no soportaría más, desperté bruscamente. Mi cuerpo estaba empapado en sudor, y mi corazón latía de manera desenfrenada. Aun así, la sensación de los colmillos en mi piel y las miradas implacables de los lobos seguían persiguiéndome, como si hubiera escapado por poco de una muerte segura.
Me quedé quieto un momento, tratando de calmarme, pero algo me hizo girar la cabeza. Para mi sorpresa, la chica no había desaparecido esta vez. Estaba sentada al borde de la cama, mirándome con una expresión tranquila, como si supiera algo que yo no lograba entender.
—No cojas el tren de vuelta —dijo, su voz firme pero llena de calidez—. No es tu momento.
El impacto de sus palabras me dejó helado. Quise preguntarle qué significaba, qué sabía ella, pero antes de que pudiera decir algo, se levantó y salió de la habitación sin hacer ruido, como si hubiera cumplido su propósito.
Me levanté de la cama rápidamente, aún con la advertencia resonando en mi cabeza. Salí tras ella, el corazón latiéndome en la garganta, pero cuando abrí la puerta, no había rastro de la chica. Solo estaba mi compañero, ya despierto y guardando sus cosas en su mochila.
—¿Viste a la chica? —le pregunté, tratando de disimular el nerviosismo en mi voz.
Él se detuvo un momento y me miró, extrañado.
—¿Qué chica? —preguntó, arqueando una ceja.
—La chica del vestido blanco, de pelo negro. Salió de mi habitación hace un minuto —respondí, intentando sonar lógico.
Mi compañero soltó una risa breve y negó con la cabeza.
—Tío, creo que el Camino te está afectando un poco. Aquí no he visto a nadie salir de tu habitación —dijo, volviendo a concentrarse en su mochila.
Me quedé callado, sin saber cómo responder. No podía ser solo un sueño, la había visto y sentido. Su advertencia seguía resonando en mi cabeza con una claridad perturbadora. ¿Era todo producto de mi imaginación?
Intentando despejar la confusión, cambié de tema.
—¿Por qué te levantaste tan temprano? —pregunté, tratando de mantenerme tranquilo.
—Voy a volver a Santiago, a visitar a Jon en el hospital. Hoy tal vez le den el alta, y podremos regresar a casa juntos —respondió mientras ajustaba su mochila.
Las palabras de mi compañero reverberaron en mi mente. Jon, el amigo que había sido atropellado cerca del río... ¿estaba todo esto relacionado? ¿Por qué esa advertencia, justo cuando pensaba en regresar? ¿Y qué significaba?
—¿Estás bien? —me preguntó, notando mi expresión ausente.
—Sí, solo me sorprendió verte despierto tan temprano —respondí con una sonrisa forzada.
Tras despedirse, lo vi salir de la habitación, pero las palabras de la chica seguían clavadas en mi mente: "No cojas el tren de vuelta." No lograba sacudirme la sensación de que algo importante me estaba siendo revelado, aunque no supiera exactamente qué.
Solo en la habitación, con los primeros rayos de sol entrando por la ventana, traté de racionalizar todo lo que había sucedido. Los sueños, la chica, las coincidencias… todo formaba parte de un rompecabezas más grande que aún no lograba entender.
Al final, decidí que no podía dejarme arrastrar por advertencias vagas. Tenía responsabilidades, y la vida real me llamaba de vuelta. Fui a la estación de tren, dispuesto a regresar a casa. Si había billetes, tomaría el tren; si no, buscaría otra opción.
Llegué a la ventanilla con la mente aún confusa.
—¿Quedan billetes para el tren de vuelta? —pregunté, casi esperando que el destino me pusiera un obstáculo.
El empleado revisó la pantalla y me sonrió amablemente.
—Sí, aún hay billetes disponibles. ¿Uno para usted?
Asentí en silencio. Unos minutos después, el billete estaba en mis manos, pero la sensación de que al ignorar la advertencia estaba desafiando algo más grande que yo mismo se mantenía latente.