La chica del vestido blanco

Capítulo 6: Mi muerte

Después de un largo paseo por la ciudad, compré algunos recuerdos para mi familia y amigos. La advertencia de la chica había dejado de ocupar mi mente; me convencí de que todo había sido solo un sueño absurdo. Con esa idea en la cabeza, subí al tren con alivio. Dentro de unas cinco horas, estaría en casa y todas las pesadillas habrían quedado atrás.

Me senté en mi asiento, y el cansancio acumulado del viaje me invadió por completo. No había descansado bien en las últimas noches, entre las largas caminatas y los extraños sueños, así que en cuanto el tren comenzó a moverse, cerré los ojos, sintiendo la tranquilidad de estar más cerca de mi destino. Pronto estaría en casa.

Pero de repente, al abrir los ojos, me encontré caminando de nuevo por el sendero que llevaba al pueblo donde había conocido a la chica del vestido blanco. Esta vez, ella no estaba. Todo se veía inquietantemente familiar, pero el ambiente era distinto, más hostil. El cielo estaba cubierto por nubes densas, de un gris ceniciento que parecía absorber cada rastro de luz. A medida que avanzaba, el aire se volvía más pesado y espeso, como si algo oscuro y siniestro me acechara desde cada sombra.

Entonces, un aullido desgarró el silencio, rasgando el aire como un cuchillo. El sonido me heló hasta los huesos. Enseguida, otro aullido se unió al primero, y luego otro, un coro que resonaba cada vez más cerca. Mi corazón comenzó a golpear en mi pecho, su ritmo caótico creciendo con el terror que se apoderaba de mí. Recordé las pesadillas de lobos que me habían atormentado y el pánico empezó a envolverme como una marea helada.

Miré alrededor, buscando una salida, pero el bosque a ambos lados del camino se cerraba sobre mí, como si las sombras mismas se hubieran vuelto vivas. Era como si estuviera atrapado en un lugar sin escapatoria, un espacio donde ni el tiempo ni la lógica existían. Y entonces, los vi.

Desde las profundidades del bosque, una manada de lobos emergió, sus ojos reluciendo con un brillo enfermizo, casi demoníaco. Eran enormes, mucho más grandes de lo que deberían ser, con pelajes oscuros y tupidos que parecían desvanecerse en la penumbra del entorno. No ladraban, no gruñían; simplemente avanzaban en silencio, rodeándome lentamente como si saborearan el terror que emanaba de mí. Cada uno de sus movimientos era calculado, predatorio. Sentía cómo la desesperación se transformaba en un pánico salvaje.

Sin pensarlo, me eché a correr. Las ramas del bosque me arañaban la piel y desgarraban mi ropa, pero no podía detenerme, no me atrevía a mirar atrás. La oscuridad parecía crecer, engulléndolo todo a mi paso. Apenas podía respirar, como si el aire se hubiera vuelto denso y opresivo. Finalmente, en la distancia, vislumbré las primeras casas del pueblo. Pero al acercarme, me di cuenta de que no eran un refugio.

Las casas eran viejas, decrépitas, como si el tiempo y el olvido las hubieran transformado en meras sombras de lo que una vez fueron. La calle estaba desierta, cada rincón envuelto en un silencio absoluto y aterrador. Ni el sonido de un insecto, ni el susurro del viento; solo aquel silencio espeso que parecía tener vida propia, un silencio que no se rompía, que se alzaba, inmóvil, esperando…

Me obligué a avanzar. De repente frente a mí, la casa de la chica se levantó de nada, pero tal y como la recordaba: la cerca tambaleante, la puerta desgastada, el banco de madera junto a la pared. Todo seguía igual, pero a la vez, todo parecía profundamente cambiado, como si la muerte hubiera impregnado el lugar. Subí los escalones del porche con manos temblorosas, empujé la puerta usando la vieja cuchara de hierro como tirador, y entré.

La sala, donde la noche anterior había visto los cuadros de la chica, ahora estaba llena de gente. Un tumulto de rostros inexpresivos, figuras rígidas que apenas se movían. A mi paso, algunas personas se apartaban ligeramente, como sombras, mientras otras permanecían inmóviles. El aire estaba denso con una tristeza abrumadora. En el centro de la habitación, un ataúd descansaba en silencio, cubierto con una tela roja. A su alrededor, velas parpadeaban tímidamente, proyectando sombras irregulares en las paredes. Las mujeres, vestidas de luto, lloraban en silencio, mientras los hombres se secaban el sudor de sus frentes con las mangas.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunté, acercándome a una mujer que permanecía junto al ataúd.

No obtuve respuesta. Era como si no me escuchara, como si no existiera para ninguno de ellos. Repetí la pregunta, pero el silencio fue aún más espeso, impenetrable.

De pronto, la multitud comenzó a abrirse, y allí estaba ella: la chica del vestido blanco. Su rostro era sereno, pero sus ojos reflejaban una tristeza profunda. Se acercó a mí, sus pasos silenciosos, y me miró fijamente.

—Es un funeral —dijo en voz baja, casi susurrando.

—¿De quién? —pregunté, aunque algo dentro de mí ya conocía la respuesta.

Ella señaló el ataúd, su expresión impasible.

—Ve y mira.

Mi corazón comenzó a latir descontroladamente mientras me acercaba al ataúd. Cada paso era un eco en mi mente, una cuenta atrás hacia algo inevitable. Al llegar, me incliné y miré dentro.

Lo que vi me paralizó. Allí, entre las almohadas, yacía mi propio cuerpo. Pálido, inmóvil, sin vida. Era yo, sin duda, aunque con pelo más largo, barba y con una ropa extraña.

Sentí cómo el frío me recorría desde los pies hasta la cabeza. Mis manos temblaron, incapaces de apartar la vista de la figura dentro del ataúd. Estaba mirando mi propia muerte.



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En el texto hay: fantasma, pesadillas, la muerte y la vida

Editado: 28.10.2024

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