La chica del vestido blanco

Capítulo 7: Advertencia final.

—Esto no puede ser... —grité, incapaz de aceptar lo que veía. – No soy yo. ¿Es una broma?

Mis ojos se fijaron en mi propio cadáver, inmóvil en el ataúd. Por reflejo, me santigüé, aunque hacía años que no practicaba ningún tipo de religión. Ni siquiera el día anterior, en Santiago, cuando recogí mi Compostela, había sentido la necesidad de entrar a la catedral para rezar; preferí reunirme con mis amigos en un bar, convencido de que las creencias eran cosas del pasado.

—Te lo advertí —dijo la chica con tristeza, su voz tan suave como inquietante—. Te dije que no subieras a ese tren.

—Pero yo… —intenté responder, pero mis palabras se ahogaron en mi garganta.

—Ahora estamos muertos, los dos otra vez —continuó, interrumpiéndome, como si ya no importara lo que tuviera que decir. Me miraba fijamente, esperando alguna reacción, pero yo estaba demasiado aturdido por la imagen de mi cuerpo frío e inerte como para procesar el verdadero significado de sus palabras.

—Aún puedes regresar —añadió después de una pausa—. A diferencia de mí, tú todavía puedes volver a la vida.

Su afirmación me sacudió. Mi mente luchaba por encontrar sentido en medio del caos, mientras una leve chispa de esperanza nacía dentro de mí.

—¿Cómo? —pregunté, incapaz de contener la desesperación en mi voz.

—Has tenido muchas pesadillas antes, pero siempre lograbas despertar antes de que terminaran… —dijo, esbozando una sonrisa que me erizó la piel—. Esta vez no lo hiciste. Te asustaste tanto que tus sentidos fallaron, y quedaste atrapado en este sueño... Moriste allí otra vez, pero no en la vida real.

Su sonrisa se torció, y un escalofrío me recorrió. El aire se volvió pesado, y el ambiente cambió de forma violenta.

—Yo no quiero que esto se acaba aquí —dijo la chica en un susurro helado—. Por eso te despertaré.

Entonces, gritó con una intensidad espantosa. Un viento frío, nauseabundo, cargado del hedor de la descomposición, inundó la sala. Vi cómo criaturas asquerosas —cucarachas, gusanos, bichos— comenzaban a salir del techo, de las paredes, de las ventanas y caían al suelo en un torrente repulsivo inundando todo alrededor. Las velas se apagaron y encendieron en un parpadeo violento, mientras las sombras en las paredes cobraban vida. Mi mente estaba atrapada en un remolino de terror y confusión, estaba ahogando en mar de la bicharía. Cerré los ojos, deseando desesperadamente despertar de ese infierno.

Sentí que mi conciencia tambaleaba entre el sueño y la realidad. Finalmente, abrí los ojos con un sobresalto, y me encontré nuevamente en el tren, con el paisaje deslizándose suavemente por la ventana. Frente a mí, la chica del vestido blanco me observaba, su rostro serio y lleno de una tristeza inquietante.

—Te advertí que no subieras al tren —repitió, su voz apenas un susurro. – Pero no me escuchaste.

Intenté hablar, pero mi cuerpo estaba paralizado, y el peso de su advertencia era abrumador. Se inclinó hacia mí con sus ojos fijados en los míos.

—No es tu momento —murmuró—. Todavía puedes cambiar las cosas. Debes bajar en la próxima estación.

El tren parecía detenerse en el tiempo, todo congelado a mi alrededor, excepto ella. Se levantó lentamente, me dedicó una última mirada, y se desvaneció en la penumbra del vagón.

Abrí los ojos de golpe.

—Perdón, lo siento, es que la maleta es tan pesada, que no la aguanté —escuché a una mujer disculparse. Mi corazón seguía latiendo con fuerza. Miré a mi alrededor y vi a una mujer de mediana edad intentando acomodar su maleta en el compartimento superior. El tren seguía en marcha, el paisaje iluminado por el sol de la tarde, que empezaba a teñir el cielo de naranja. Todo parecía normal. Pero el recuerdo del sueño seguía fresco en mi mente, y la duda comenzó a acecharme. ¿Debería bajarme en la próxima estación?

—No, no pasa nada —le respondí a la mujer—. Pero mejor deje la maleta abajo.

Miré el reloj. La próxima parada estaba cerca, y una sensación de urgencia crecía dentro de mí. El miedo, alimentado por las advertencias de la chica, me obligaba a considerar la opción de bajarme antes de llegar a mi destino. El tren seguía avanzando, pero algo en mi interior gritaba que no podía seguir ignorando aquellas advertencias.

Cuando el tren llegó a la estación, me levanté rápidamente, agarré mis cosas y salí sin pensarlo dos veces. El aire fresco golpeó mi rostro, pero no me alivió. Con la mente todavía nublada por la confusión, tomé un autobús para regresar a casa. Cada paso que daba me parecía automático, como si una fuerza invisible me empujara hacia adelante, lejos del tren, lejos del desastre.

Cuando finalmente llegué a casa, el peso de las emociones me abrumaba. Intenté distraerme preparando algo de cenar, aunque cada movimiento parecía mecánico. Puse la televisión para llenar el silencio, pero no prestaba mucha atención, hasta que unas palabras me hicieron detenerme en seco: "Accidente ferroviario".

La cuchara que sostenía cayó al suelo con un estruendo. Giré lentamente hacia la pantalla. El tren del que me había bajado, el mismo tren que había tomado para volver a casa, había sufrido un accidente. El reportero detallaba cómo el tren se había descarrilado en un tramo peligroso. Había numerosos heridos, algunos graves, pero, sorprendentemente, no había muertos. Ni una sola víctima fatal.

En la pantalla, reconocí a la mujer de la maleta, con una tirita en la frente. Su testimonio me heló la sangre:

—Si hubiera puesto la maleta arriba, como quería al principio, probablemente estaría muerta —decía—. El golpe fue tan fuerte que todo el equipaje voló por los aires.

Me quedé allí, inmóvil en la cocina. Las palabras de la chica en mi sueño resonaban en mi mente: "No subas a ese tren". Todo parecía demasiado coincidente, demasiado extraño. Una parte de mí se resistía a creerlo, a aceptar que algo sobrenatural me había advertido del peligro. Pero otra parte, más profunda y aterradora, sabía que, de alguna manera, había sido salvado.



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En el texto hay: fantasma, pesadillas, la muerte y la vida

Editado: 28.10.2024

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