Un año había pasado desde aquella experiencia en el Camino de Santiago, y mi vida había vuelto a la normalidad, o al menos a una rutina que aparentaba serlo. Durante semanas, el miedo a revivir en sueños la aparición de los lobos, el rostro de la chica del vestido blanco o aquella advertencia mortal, me había dejado en vela noche tras noche. Cada vez que caía en un sueño profundo, temía volver a encontrarme en el sendero oscuro y sentir esa presión invisible que me asfixiaba, pero nada pasaba desde entonces.
Con el tiempo, el horror fue desvaneciéndose, porque simplemente no vi sueños. Me convencí de que todo había sido un producto de mi imaginación, una especie de fiebre pasajera. Las semanas se convirtieron en meses, y, poco a poco, la inquietud se disolvió en mi vida cotidiana. El trabajo, la familia, y los amigos me ayudaron a dejar atrás esa sensación inquietante que me había acompañado tras mi regreso.
Sin embargo, había algo que no lograba superar. En mis encuentros con mujeres, ya no podía evitar comparar a cada una de ellas con la chica del vestido blanco. Sin importar cuán interesante o atractiva fuera, mi mente se desviaba irremediablemente hacia la chica del vestido blanco. Cada vez buscaba en sus ojos o gestos algo que me recordara a aquella enigmática figura. Si no hallaba ese algo indefinible, mi interés se desvanecía tan rápido como había surgido. Sabía que esto no era normal, pero no podía evitarlo.
Desconcertado, busqué respuestas en todo tipo de especialistas: urólogos, psicólogos, médicos de diversas especialidades. Me hicieron pruebas, cuestionarios, y cada uno llegó a la misma conclusión inquietante: estaba perfectamente sano. Nadie podía ofrecerme una explicación, ni una cura para esa sensación persistente de vacío que sentía al compararlas a todas con un recuerdo.
—No te preocupes, con el tiempo todo volverá a la normalidad —me decían todos con sus palabras intentando tranquilizarme. Pero en mi interior sabía que, por mucho que quisiera, las cosas no parecían tener vuelta atrás. La espera se convirtió en mi única alternativa, una espera frustrante y desesperanzada, como si algo en mi vida hubiera quedado congelado en ese momento, en ese encuentro.
Cada día, aquellos consejos bienintencionados parecían más vacíos. No había forma de sacudir la presencia de la chica del vestido blanco de mi mente; su imagen permanecía ahí, tan nítida como si hubiese sido ayer. Todos los intentos de retomar la normalidad se sentían forzados, como si todo a mi alrededor intentara arrastrarme de vuelta a aquel momento en el Camino.
Una tarde, mi madre me invitó a una exposición de arte. No era muy aficionado al arte, pero ella me había insistido porque el pintor era pariente lejano de su nuevo novio, un hombre con el que estaba saliendo desde hacía un tiempo y con quien empezaba a hacer planes serios. Decidí acompañarla, más por complacerla que por interés en la exposición en sí. Sabía que la idea de la velada no era solo ver arte, sino también presentarme de manera más formal a este “futuro marido” que tanto mencionaba últimamente.
La exposición se realizaba en una galería de arte elegante, con paredes blancas inmaculadas, llenas de cuadros que mostraban paisajes bucólicos y escenas de la vida rural. Mientras mi madre conversaba animadamente con su pareja, yo paseaba solo por la sala, mirando las obras sin prestarles demasiada atención. Pero de pronto, un cuadro me detuvo en seco. “El río”.
Mi corazón se aceleró. Lo reconocí de inmediato. Era el mismo cuadro que había visto en aquella casa misteriosa, la noche en que conocí a la chica del vestido blanco. Aquel río, con sus aguas calmadas y los reflejos del cielo, me transportó de vuelta a ese extraño momento en el que mi vida cambió para siempre.
—¿Te gusta? —escuché una voz femenina detrás de mí.
Me giré con un sobresalto y, para mi sorpresa, vi a una chica que se parecía muchísimo a la que había conocido en el Camino. Sin embargo, esta no llevaba un vestido blanco, sino un elegante traje de pantalón que le daba un aire moderno y sofisticado.
—Sí, es hermoso —respondí, esforzándome por ocultar el temblor en mi voz—. ¿Quién pintó este cuadro?
La chica se acercó a mi lado, observando la pintura con una sonrisa nostálgica.
—Este lo pintó la hija del artista —dijo—. Ella también era pintora. Mi familia siempre dice que tenía mucho talento, pero su historia es un poco trágica.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
—¿Trágica? —pregunté, aunque ya sentía que sabía la respuesta.
—Sí, murió muy joven —respondió ella en un tono suave—. Hace más de cien años, en un camino cerca de nuestra casa familiar en Galicia. Una historia que siempre ha sido parte de las leyendas de la familia. Nadie sabe exactamente que fie la causa de su repentino viaje más allá. Curiosamente, hoy es el aniversario de su muerte.
Me quedé paralizado. El día en que conocí a la chica del vestido blanco en el Camino… también era hoy. La coincidencia me golpeó con una fuerza inexplicable. El aire en la galería parecía haberse vuelto más denso, y un nudo se formó en mi estómago. Todo lo que había intentado olvidar durante el último año estaba volviendo a mí de golpe.
—Ven, te voy a enseñar su retrato —dijo la chica, interrumpiendo mis pensamientos—. Siempre dicen que me parezco mucho a ella.
Me tomó suavemente de la mano y me llevó hasta otro cuadro al final de la sala. Cuando lo vi, mi respiración se detuvo. Era ella. La chica del vestido blanco. La misma que había aparecido en mi vida para salvarme no una, sino tres veces.
—¿Cómo... cómo se llamaba? —logré preguntar, con la garganta seca.
—Se llamaba como yo —dijo ella, sonriendo con dulzura—. Laura Villar.
El nombre resonó en mi mente. Laura. El mismo nombre que la chica del retrato. El mundo a mi alrededor comenzó a desvanecerse, y mis pensamientos giraban a una velocidad que no podía controlar. Ahora mismo estaba desconcertado. Lo que me había ocurrido en el Camino de Santiago no era un simple sueño ni una coincidencia. De alguna manera, había cruzado caminos con alguien que ya no pertenecía a este mundo. Laura había muerto hacía más de cien años, pero su advertencia me había salvado. ¿Por qué a mí? ¿Por qué me había elegido?