La chica peculiar

Capítulo 8: Mi peor enemigo

22/04/2016

Hoy es viernes, unos cuantos días después de que mi madre me castigara por llegar tarde a casa. Me encuentro como siempre en horario escolar, mirando el lindo cabello lacio de Lila. Ya no nos hablamos desde entonces, creo que es lo mejor, no soy una buena compañía para nadie. Sábita, por otra parte, no lo he vuelto a ver por la escuela.

El profesor habla, pero no escucho. Por algún motivo siento que nada tiene sentido. Esforzarme no lo tiene, jamás voy a pasar de año; esta escuela es muy complicada, está a otro nivel y yo soy una torpe buena para nada. Probablemente termine de limpieza o parecido.

—Profesor, me permitiría ir al baño —digo, levantando la mano—, por favor. Es urgente.

Camino desde el aula hasta dicho lugar arrastrando los pies como un zombi. Entro en una de las casillas, cierro la puerta con el pestillo y bajo la tapa del inodoro para sentarme. Estoy gimoteando, me duele la cabeza y el pecho. Me asomo por arriba de la casilla, luego de verificar que no hay nadie, salgo para cerrar la entrada del baño. Me quito prenda por prenda toda la ropa y me coloco frente al inmenso espejo por sobre los lavamanos. Cabello largo y negro, casi sin sobrepeso (dos o tres kilos), ojos cafés sin gracia, sin marcas en la piel, caderas anchas, sin pechos... Quince años y descubrir que a la que más odio esta frente a mí. No valgo nada.

Escucho que alguien golpea la puerta y pregunta si hay alguien dentro. Asiento y respondo que tardare cinco minutos en salir, insiste en si necesito ayuda a lo que contesto negativamente, luego se va.

Aún sigo inspeccionando mi cuerpo. Abro mi boca para ver mis largos caninos, me giro y veo mi espalda pecosa, ¡ni siquiera sabía que las tenía! Tengo la piel fantasmagórica, tan pálida debido a la falta de sol. Una vez examino cada parte de mí, me confieso:

—Lo primero es aceptarme tal cual. Ahora que me conozco ya no puedo darme más asco. ¡Acepto a ser el despojo que soy! —Me duele, cada palabra es un dolor punzante—. Acepto que soy una mala persona, que no merezco ser feliz... —La voz se me quiebra, ya no puedo seguir. Las lágrimas se me caen, aunque luche por no hacerlo—. ¡Te odio! —le grito al espejo, con los labios y la voz trémula. Tomo fuerzas y prosigo —. Dijiste que querías arreglar las cosas, pero vas a dejarlas como están, eres de lo peor. ¿Por qué no puedes cumplir tu palabra?

—Si puedo —me respondo.

—No mientas, mentirosa, mentirosa y holgazana. ¿Sabes lo que creo? Que tienes miedo de vivir, temes a cada momento, cada segundo, todo por el qué dirán.

—Eso no es verdad, yo... —Las palabras se escapan de mi mente cuando pienso en algo que haya hecho y sentirme orgullosa de ello.

—¿Lo ves? No has logrado nada con tu vida. Vas a una escuela prestigiosa y te mortificas cuando tienes todas las posibilidades del mundo, perezosa, tonta e hipócrita. Dime, ¿vas a hacer algo al respecto?

No respondo. Recojo uno de mis zapatos negros y lo lanzo con furia hacia el espejo, partiéndolo en varios pedazos y astillando gran parte de este.

—¡Cállate, pendeja de mierda! No quiero oírlo.

Tapo mis oídos con ambas manos y me acuesto en posición fetal, mientras se me empapan los ojos.  

Otra vez llaman en la puerta.

—¿Qué pasó? ¿Estás bien? ¿Hola? —se desesperan desde afuera.

—Duele, duele, ¡duele! ¿Por qué la verdad me duele tanto? Que pare... por favor.

—Tranquila, en un momento te ayudaremos, ¿puedes abrir la puerta? ¿Te puedes mover? —trató de averiguar.

Una vez vestida, con la cara colorada y los ojos inflamados de tanto llorar, abro la puerta. Una profesora me queda viendo pasmada.

—Tropecé y rompí el espejo —me excusé apenada y sosteniendo la vista en el suelo.

Me mandaron a casa por no poder dejar de sollozar. Mi mamá insistió en ir a un médico, pero me negué rotundamente. Una persona con una bata blanca no iba a poder calmar mi dolor. Quería estar sola, eso era lo que necesitaba.

Mis pensamientos me atormentaban, así que, decidí hacer todo lo posible para no tener un momento donde mi cerebro tenga tiempo de pensar. Dibujé, hice ejercicio, leí un libro que tenía guardado hace mucho tiempo, miré televisión y hasta me corté el pelo en forma de hongo, tomé una ducha y probé una docena de peinados diferentes con ideas que saqué de Internet.  

—¡A comer! — mi mamá me llamó desde la cocina.

A pesar de no tener mucha hambre bajé con mi mejor cara. Me invitó a sentarme y me presentó mi plato favorito: Pizza con jamón y ananá. Mi felicidad regresó súbitamente, no por la comida en sí (que me encanta y no hay estomago cerrado para ella), si no, por recordarme que hay alguien que me quiero un montón.

—Hija, ¿te cortaste el pelo? Te dije que no andes jugando con tu cabello, hay que dejarle las cosas delicadas a un profesional.

—¿No te gusta? —pregunté.

—Bueno, esta vez te saliste con la tuya. Te queda muy bien, Cele. Se te ve con más carácter con el flequillo para atrás. Voy a extrañar tu pelo largo, eso sí. Cambiando de tema, en la escuela me dijeron que no hacía falta pagar lo que rompiste, que fue un accidente.

—Porque eres amiga de la directora —dije, mientras me servía una porción de pizza.

—Hay que saber elegir las amistades —bromeó.

Hablamos durante toda la cena. Hacía tanto que no charlaba de forma distendida con mi mamá. Hay veces en las que soy feliz y esta era una de esas veces. Entonces pensé, en que, si hay momentos horribles de pesadilla, todo lo compensaba si existen los momentos de ensueño. El solo hecho de escuchar su tranquilizante voz, de saber que cada palabra la emite con cariño me acerca a la vida. Cuando terminó de hablar, le dije:

—Te amo mucho, mamá.




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