02/05/2016
El domingo se me pasó volando; estuve todo el día pensando en cómo utilizar la información que había obtenido de Ernesto. No estaba cien por ciento segura de que la profesora era la responsable, aun así, descartarla era ciertamente un avance.
¡Ring! ¡Ring! La campana sonó y, como siempre, nos sobresaltó a todos. Y más a mí que me comían los nervios.
Entramos al aula en fila. Cada uno de mis compañeros se encontraban platicando y demás, pero todos se darían cuenta si me paraba frente a la pizarra y me pusiera a escribir en ella. Lila me observaba con detenimiento. Me había olvidado comentarle sobre el tema religioso, igual a Sábita. Así que me acerqué para decirle por lo bajo:
—Lila, necesito un gran favor. Quiero que hagas un alboroto para que nadie me preste atención.
—¿Qué pretendes que haga? No es tan fácil —responde, negando con la mano de un lado al otro.
Le supliqué y expliqué que era necesario para desenmascarar —si es que era ella— a la profesora Violeta, a lo que respondió positiva, muy a su pesar. Sin embargo, no se nos caía una idea para lograrlo. Finalmente tomé coraje y le dije:
—Has como si se te cayera la pollera por accidente. Te resbalas y te vas al suelo, así todos correrán a ayudarte, en especial los chicos, y como las chicas se sentirán celosas, te prestarán igual, o mayor, atención.
La expresión de horror en su cara, como la vez que hice licuado de banana con leche condensada, me decía varias cosas (no muy buenas).
—Es perverso que se te haya ocurrido en tan poco tiempo, espeluznantemente funcional...
—¿Lo harás? —pregunté sorprendida, y eso que yo había ideado el plan.
—Si no queda de otra… No olvides que esto es importantísimo. Me debes una.
La mirada de Lila se tornó apesadumbrada. Ella tenía razón, esto era algo peligroso, me arrepiento de haberme tomado las cosas un tanto relajada. Antes de que se levantara de su asiento, me dijo que me apurara y que confiaba en que lo que iba hacer valía la vergüenza.
Con el marcador negro e indeleble en mano, me preparé disimulando caminar casualmente hasta el papelero a un lado del escritorio de los profesores. Lila se dirigió hacia el fondo del salón. Precavida deslizo su pollera lo suficiente para que recorriera sus piernas hasta tocar el piso y, a propósito, cayó de bruces. Tan real que me dolió hasta los huesos. Tengo que admitir que perdí un poco de tiempo al despistarme con su ropa interior blanca y moteada con lunares rojos. Aun así, mi objetivo estaba completo. Rápidamente corrí hacia Lila para ayudarle, dándome cuenta que el tropezón no fue una buena actuación en absoluto, fue real, a Lila le brotaba sangre desde los orificios de la nariz. Le cubrí con mi cuerpo para que dejaran de mirarla y le subí la pollera. Su amiga, la misma de la cual Lila me defendió, entró por la puerta asustada preguntando qué es lo que le había sucedido y como yo necesitaba ver la reacción de Violeta le pedí que la llevara a la enfermería.
Me partía el alma no acompañarla, pero ella lo entendería.
Cuando nos acomodamos en nuestros respectivos lugares la profesora entró al salón. Tal como cada día de trabajo vestía el impecable traje blanco sin una diminuta irregularidad. Siempre le presté atención, por lo que no se pasó por alta que sus lentes no eran los mismos que el día en que la vi por primera vez, ni el mismo de cuando la encontramos en el estacionamiento. Violeta saludó con el típico: "Buenos días alumnos", para posteriormente quedarse pasmada un instante al leer lo que en la pizarra había escrito: "Crees que sin Dios no eres nada, pero te equivocas, Dios no es nada sin ti". La frase, la cual había sacado de un libro antiguo de un supuesto general que efectuó un golpe de estado, a quien se la habían dicho, pareció dejar a Violeta impactada, pétrea en su sitio.
Desconozco que impresión o pensamiento generó en ella, o si lo tomó como burla, me bastaba con que no pudiera dar la cara. Mis compañeros cuchicheaban, ellos también era creyentes, aunque no a tal punto de sentirse ofendidos.
—¿Profesora Violeta? —Alcé la mano y pregunté—: ¿Se siente bien?
Su semblante era apacible, pero yo lo vi, cuando giró su cuerpo pude ver su desprecio, su odio y el asco que le provocaban dichas palabras. En parte, puede ser, que ella conozca dicho libro y también porque ese mismo libro expone la idea de que Dios no es el ser que todos creen, si no, nuestra creación. El general era una persona creyente, daba su vida por la causa y la religión, hasta que un día esas palabras lo cambiaron todo. Repudiado y negado por la iglesia el libro fue prohibido en varios países.
—¿Se puede saber quién fue el irrespetuoso que plasmó esta aberración? —intentó averiguar la profesora, con la vena del cuello por estallar.
Todos nos miramos. Para mi suerte nadie sabía nada. Al ver como no respondíamos, Violeta se retiró del salón, dejando que el miedo me estremezca el cuerpo al escuchar el portazo que hizo al cruzar la puerta.
¡Es ella! ¡No hay duda!, pensé para mis adentros. Escondía mi alegría, el contento por saber que el porrazo que se dio Lila no fue en vano, de que ahora faltaba un paso para que nadie saliera herida. Lo que no entendía era que había que pararla de alguna manera, a pesar de que Sábita ya me había insinuado algo sobre el tema. Después de la emoción, caí en cuenta de que si era demasiado pronto para sacar conclusiones. ¿En la ciudad cuantas personas con autos grises hay? ¿Cuántos religiosos extremos? ¿Y si al final me equivoqué?
Los minutos de clase pasaban y la profesora no daba indicios de regresar. En eso, Lila entró con dos algodones tapando su nariz acompañada de su amiga. Al sentarse frente mío se da media vuelta y me queda viendo, a lo que respondo disimuladamente asintiendo con la cabeza.