La chica peculiar

Capítulo 19: Malva

Sonó el reloj de péndulo a las doce horas. Todos dormían menos nosotras.

—Vamos, vamos —me decía Violeta, jalando suavemente de mi muñeca—. Ya casi es hora, no te puedes dormir justo en este momento.

Me había quedado dormida en la espera del momento acordado. Al despertar tenía los ojos embebidos en lágrimas; recordar al pobre e inocente Amadeo me partía el alma y me llenaba de angustia.

El sonido del reloj fue un suave rumor, apenas se percibía en el silencio de la noche, y eso que estábamos en la habitación más cercana.

Cuando Violeta me contó lo que íbamos a hacer, no me permití discrepar. Seguiría a mi hermana hasta las puertas del mismo infierno si fuera posible. Decidí creer en la señal que Dios le hizo oír, porque nos guió hacia el terrible final de nuestro amado perro, que, según Violeta, no fue una coincidencia. El instinto no tiene forma.  

Caminamos descalzas por la gigantesca casa de diez habitaciones, dos baños y una cocina. Muchos de los familiares se habían marchado para regresar el día siguiente para finalizar con el entierro del abuelo. Solo los más allegados se quedaron a pasar la noche y una de las familias que se quedó, era precisamente la de nuestro tío.

Estábamos paradas una al lado de la otra en frente del cuarto, agarradas de la mano, donde Frandom y Facundo dormían. Violeta pegó su oreja a la puerta para asegurarse de que no estuvieran despiertos.

Al único que mataríamos sería a Frandom. La “voz” en la cabeza de violeta le indicaba que solo él era el culpable.

—¿Es esto venganza? —pregunté, cabizbaja.

Violeta me miró con fijeza y me apretó la mano con vivaz fuego en sus ojos, en el color del iris.

—Esto es justicia —respondió, segura de sus palabras. Provocaban en mí respeto y admiración; siempre quise ser como ella.

Violeta tomó el picaporte, lo giró y empujó. La puerta se abrió lentamente provocando el menor ruido posible. Nuestros pies descalzos casi no emitían sonido, y antes de darme cuenta, ya estábamos delante de la cama de dos plazas y media. Encendí la linterna y coloqué mi mano en esta para minimizar la potencia de su luz. Y mientras yo hacía esto, mi hermana ya tenía el filo de la cuchilla de carne en sus manos, tomada de la cocina.

Pude ver cómo le temblaba el pulso, le aterraba la idea de cometer un asesinato. Aun así, su odio se mantenía en su semblante. Entonces, ¿qué era? ¿Qué le hacía dudar? Hasta el momento daba la impresión de que lo haría sin vacilar. Su inesperado flaqueo me conmovió. Extendí una de mis manos y le susurré:

—Violeta, dame la cuchilla y espérame en el cuarto.

Uno de los hermanos se movió y gimió algo inentendible.

—Lo siento, Malva —dijo en respuesta, luego se fue sigilosamente de la habitación.

 "Violeta no tiene que pasar por esto, ya hizo suficiente. Soy la mano que castigará a los designados hasta que ella sea capaz de hacerlo por su cuenta", pensé para mis adentros.

Acercando mi mano para tapar la boca de Frandom, puse la cuchilla cerca de su garganta. Se desangró en cuestión de segundos. Para cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, ya se había ahogado en su propia medicina.

Facundo se retorció un poco, pero para su suerte no tuvo que morir.

“¿Y ahora qué?”, me dije. Coloqué la cuchilla en la mano de Frandom, pensando que tal vez creerían que fue un suicidio, o en el peor de los casos, que fue su hermano gemelo.

Tras ir a lavarme las manos por unos treinta minutos en el baño más alejado de las habitaciones, regresé junto a Violeta, quien esperaba comiéndose las uñas a que yo entrara por la puerta. Al hacerlo, ella suspiró mi nombre con alivio.

—Estaré para ti hasta que estés lista —la rodeé con mis brazos con fuerza y cariño—. Quiero creer en ti y en Dios. Sabía que eras especial, hermanita.

—¿Hermanita? No te olvides que soy mayor que tú, por once minutos de diferencia —me respondió con más ánimo, para luego añadir—. ¿En serio piensas que Dios me lo dijo? —sus ojos me encontraron.

—Por supuesto que sí y estoy seguro que este es el comienzo.

—¿Qué comienza?

—Tú cruzada, Violeta. Declara tierra santa a donde sea que vayas y purga a los hijos del diablo. Yo siempre estaré para ti.

Me dirigí hacia uno de los estantes de madera, repleto de libros polvorosos, en busca del que estaba seguro que alguien como el abuelo tendría. Con una capa gruesa de suciedad, lo soplé y me recosté en la cama junto a Violeta. La luz del velador me permitía leer en las majestuosas páginas de la biblia y, como una señal directa de su grandeza leí: "Justicia".

Los gritos de espanto y horror sacudieron la casa como un tornado, habitación por habitación, oído por oído. Mi hermana y yo nos levantamos de un susto. Se escuchaba llorar a Facundo desaforadamente y a su padre gritar colérico con escopeta en mano.

—¿¡Dónde está!? ¿¡Dónde está ese mal nacido!?—se oía desde la planta baja. Revolvía la casa de arriba abajo—. ¿¡Dónde estás hijo de puta!? ¡Te voy a matar!

Lo único que logró fue provocar aún más el llanto de su entristecida esposa.

Padre entra a nuestra habitación, haciéndonos salir de la casa bajo su custodia. No me atreví a decir nada, las mentiras se me dan muy mal. Violeta preguntaba insistente, pero padre no dijo una sola palabra.

Nunca olvidare el instante cuando escuchamos a nuestro tío bramar con impotencia: "¿¡Por qué Dios!? Mi hijo Facundo era un ángel...". En ese momento nos largamos a llorar sin igual, como jamás lo habíamos hecho. Pero lo que más me entristeció fue eso, que lloré más por la culpa y el error, que por la muerte de Amadeo. Me equivoqué de hermano.

Sin rastros, sin pruebas, sin testigos, terminamos regresando a nuestro hogar. Con Frandom libre y con nosotras implorando cada día a Dios por su perdón, por la posibilidad de redención... Por otra oportunidad y demostrar que Violeta es la indicada.




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