La chica peculiar

Capítulo 20: Conflicto de realidades

Los testigos yacían cubiertos de tela blanca. Los socates sin ocupar deseaban brillar, pero no para mí. Ennegrecida por la oscuridad los papeles se invirtieron.

Sin saber el contexto de esta situación, si alguien estuviera observando sin conocer los hechos, pensaría automáticamente que yo en verdad soy el diablo que Violeta tanto teme. Aunque viendo su rostro en este momento, me pregunto si al que en realidad tiene pavor no es otro más que al que ella ama.

—¿Cómo es que lo supiste? —inquirió Violeta, regresando su mirada a su antiguo sitio sobre la mesa ratona.

—Fue mera coincidencia — respondí, aparentando serenidad.

—Imposible, sencillamente imposible. Él no lo permitiría —refutó.

La tormenta, acompañada del inquieto viento que enloquece las hojas de los árboles, abre la puerta de súbito, provocando un constante golpeteo cada vez que choca en el marco y la pared.

—El cielo llora por Malva. Podrías esperar un segundo —me pide amablemente Violeta, tratando de ocultar su impotencia.

—No voy a esperar a que escampe —contesté tajante. Con la palabra firme, como el abrupto disparo que ella efectuó ese mismo día.

Violeta se puso de pie.

—¡Vas a pagar…! —vociferó, pero la interrumpí.

—¡Ya basta! —troné con vehemencia. No me iba a permitir ser débil otra vez, no frente a ella—. Nadie te susurro nada, nadie te dijo nada y nadie te pide que mates a gente inocente, Violeta. ¿Tanto te cuesta entender eso? ¿Es que acaso no lo ves? Un Dios… Dios jamás te obligaría hacer algo así. ¿De qué sirve tener en tus manos la capacidad de conectar a los que son cómo tú? Si te niegas a aceptar que no eres la única. Podrías haberlos ayudado. No sé lo que paso como para que decidieras que somos malos, pero acaso, ¿eso no te incluye? Tenías la oportunidad de guiarlos por el buen camino, de hacerlos sentir normales. ¿Crees que no me hubiera gustado conocer a alguien que me ofrezca una mano? ¿A una persona que sea como yo? Eres egoísta, pero… aún puedes cambiar —apreté mis puños con rencor—. Dime, si te dejo ir, ¿ya no harás las atrocidades que cometías?

El silencio no fue peor que su respuesta.

—Seguiré mi cruzada.

—Te lo pediré otra vez. ¿Dejaras de matar? Por favor —supliqué.

Hizo una señal para sacar un arma de su cintura.

Lo intenté, en verdad lo intenté.

Una explosión de luz la hizo atravesar el enorme ventanal a su espalda, dejándola a poca distancia de la pileta de fibra ubicada en el patio. Se levantó tambaleando, herida por los cristales y por la fuerza que la empujó. A penas podía mantenerse en pie, sin embargo, se encamino hacia la derecha de la casa en dirección al portón blanco del lateral. Dejaba un rastro de sangre claramente visible entre las baldosas de cemento gris que en seguida se limpiaba por la lluvia.

Me acerqué al ventanal para recoger la pistola, la misma que llevaba el supresor y la misma que habrá usado desde siempre. La sensación de tener el peso de una vida en mis manos fue escalofriante. “¿Cuánto vale una vida?”, me pregunté.

La debilidad de la humanidad y su fragilidad, lo insignificante y el valor que nos atribuimos… me aterra.

El reloj de péndulo indica las doce.

No quiero salir de la casa. Si salgo voy a tener que matar. Me quedo quieta parada mientras me pongo el arma en la cintura. Implorando que el agua se lleve este mal recuerdo y esperando lo que nunca vendrá. Miro hacia arriba.

—Dame una señal.

En el medio de la calle, arrastrándose, pide ayuda. Gritos ahogados por el llanto de un cielo nocturno. Hoy es una mala noche para lamentos.

Apenas puede moverse. Se ayuda con sus brazos y rodillas. Al acercarme le pido que se detenga, pero hace oídos sordos. Le digo que nadie vendrá a socorrerla, porque se encargó de alejar a la gente que pudo haber acercado. Trato con esmero de cambiarla, pero sigue sin escucharme. La única voz que oye es la que ella quiere oír.

Sus quejidos de dolor y sus insultos son enmudecidos por los relámpagos que iluminan mi rostro en tonos magenta, fucsia… de violeta. Mis ojos resplandecen de bronca al decir:

—Te lo pido una vez más. Si la dejo vivir, ¿seguirá con su estúpida idea? Su ridícula cruzada es todo lo que la enseñanza de Dios aborrece.

Sabía lo que Violeta iba a responder. Lo vi en su mirada, en su expresión que asumía sus acciones. ¿Es esto una redención? Aún a sabiendas, quería… terminar con todo esto, quería confiar en que se arrepintiera y me jurara ante Dios que ya no volvería a sus ideales.

—Seguiré mi cruzada en nombre de mi hermana.

—Te perdono por tus errores.

—¿¡Quién te crees!? ¡No necesito el perdón del mal! —tronó, colocándose de rodillas a espaldas de mí.

Saqué a la muerte de mi cintura. Su frío metal tocó su columna. Quiero que tenga el seguro, quiero que se eche a correr y no regrese jamás a Welttob, pero si lo hace, nada me asegura que se detendrá. Si la dejo invalida será peor que la muerte. Solo queda una opción.

Estoy llorando, puedo sentir la calidez de mis lágrimas mezclarse con la lluvia que cae como delgadas agujas en mi piel. El arma me pesa en el alma. Pronto, el sonido de la realidad es solo un murmullo lejano. Jalar el gatillo lleva demasiado tiempo. A pesar de la lluvia la pólvora se huele en el aire. Lo hice. Jamás olvidare aquel salpicar del cuerpo sin vida de Violeta en contra del pavimento, resuena en mi cabeza constantemente.

Decirlo sonaba mucho más sencillo.

El arma cae de mis manos y estoy temblando. Me agarro la mano y la llevo a mi vientre, tengo los dedos helados y por mi espalda me recorre las ganas de descargarme; quiero gritar con todas mis ganas. Se hace ostensible. La tormenta oculta mi tristeza y mi desesperado alarido.

Mi único consuelo es la verdad, y la verdad es que era ella o nosotros.




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