Después de regresar por mi bicicleta, observaba con intensidad, frenética hacia las ventanas de las casas vecinas. Me encontraba escapando de la escena del crimen. Quería creer que no había manera de dar con el responsable. La lluvia y los truenos debieron ocultar el sonido, el agua arrastrar las huellas del arma y, nuestra inconexa relación más allá de alumna y profesora, cualquier indicio que pueda llevar a culparme.
Angustiada, necesitaba escapar de la realidad. Cualquier recuerdo; por más terrible que haya sido, tenía que sacar de mi cabeza el presente.
La lluvia picaba en mi piel y estaba fría, estaba empapada de pies a cabeza. Tenía los ojos entrecerrados mientras trataba de elegir un camino que me haga parecer inocente, aunque nadie me siga o, aunque nadie me vigile o me esté viendo.
En ese momento de intranquilidad, algo se me vino a la mente. Un día del pasado, un suceso de hace varios años atrás, de cuando era pequeña y la única luz que tenía era la de mi inmensa felicidad:
Estaba en la escuela con Lila como cualquier otro día corriente, con la simple diferencia que era poco después de las vacaciones de verano. Ella me tomó de la muñeca con autoridad y me llevó a bajo del árbol frente al lago. La hermosa vista que brindaba la escuela El lago diáfano. Su agua tan pura y cristalina que parecía bajar desde las montañas; tan irreal, tan diferente con el sucio y oscuro pozo de mugre que es por hoy.
Recuerdo que tenía una canasta de mimbre tapada por una tela turquesa y una manta roja de lunares blancos donde se colocó de rodillas. Quedé maravillada, parecía uno de esos picnics que arman en novelas y esas cosas que pasan solo en la pantalla del televisor.
Me quité los zapatitos de hebilla (los pies me estaban matando) y me dispuse a develar el contenido de dicha canasta.
—¡Alto ahí! —me detuvo Lila—. Vas a arruinar la sorpresa.
En esa época, Lila lucía su cabello en dos largas coletas que dejaba caer por su camisa escolar. Ese tono gris tan deprimente y formal que, ese día, contrastaba totalmente con la pintoresca vista. Un verdadero cuento de hadas que me hizo olvidar todo lo demás. ¿Estábamos en un recreo? Acaso, ¿era un día de semana? Nada de eso importaba.
—¿Qué es? ¿Qué es? —le pregunté repetitivamente, insistente y ansiosa.
Lila me sonrió al mismo tiempo en que escondió uno de sus mechones rubios detrás de una de sus orejas y se mordió el labio inferior, como conteniendo la emoción.
—Cierra los ojos —me pidió—. ¡Y no se vale espiar! O me voy a enojar un montón —terminó condicionando.
Si no mal recuerdo yo estaba nerviosa. Lila siempre había sido una niña muy bromista, y por ello, siempre se podía esperar que saliera con alguna locura de mal gusto. Lo que más me aterraba era la idea de que me pusiera algo extraño en la cara, e incluso, que me dejara con los ojos cerrados y se fuera corriendo, quedando como una completa boba.
Dudosa, le obedecí.
—Espero que no me hagas nada malo —me atajé.
—Siempre tan desconfiada —su tono de voz se tornó fastidiado, para luego regresar a la normalidad—, no te voy a hacer nada, Cele. Ahora, abre grande la boca. Di ah…
Abrir la boca a ciegas me impacientó lo suficiente como para no hacerlo y a medio tramite, se enfadó.
—¡Te dije que los cerraras! —se enfurruñó, metiéndome de repente un bombón de chocolate blanco que mantenía a pocos centímetros de mis labios. Se cruzó de brazos y se quedó mirando en dirección al lago.
Estaba riquísimo, del sabor que ella sabía que era mi favorito. Aún con la boca llena, le pregunté:
—¿En dónde lo conseguiste? —me brillaban los ojos. Lila me respondió con un refunfuño sin dirigirme la mirada—. ¿No me digas que te enojaste? Sabes que me es difícil confiar con tus antecedentes —bromeé riendo, tapando mi boca con la palma de mi mano.
—Los conseguí en las vacaciones. En un pueblo muy bonito llamado Bwah, muy, muy lejos, en otro continente. El próximo… no los abras por nada del mundo, ¿de acuerdo?
Me hizo tomar agua para enjuagar el paladar.
—Te lo juro —le dije solemnemente, poniendo mi mano en el pecho del lado del corazón.
Al cerrarlos, me imaginaba con antelación de que sabor podría ser. “¿Menta y chocolate? No creo, por más que a mí me guste, Lila los odia con toda el alma”. Y cuando mi cabeza era un catálogo de sabores, cuando mi despistada forma de ser me había hecho olvidar por completo estar esperando un bombón, sentí algo cálido. “¡Esto no es un bombón de nada!”, se me cruzó el pensamiento. Despegué los ojos lentamente, con el temor a flor de piel. Sus pestañas estaban demasiado cerca, su respingada nariz casi tocaba la mía.
Me fui llorando, gritando como idiota lo que Lila me había hecho. Poco tiempo tardó en que corriera un perdido rumor que gracias al cielo ninguna profesora o maestra se enteró. Todo comenzó ahí, las burlas, la soledad; después de todo, ¿a quién le iban a creer?
Recordar eso fue algo particular. Logré sonreír bajo la tormenta y decir lo más alto posible:
—Lila ¡Te perdono! —reí contenta—. Tenías miedo y yo también. ¿Por qué tardé tanto en darme cuenta?
Pedaleé incesante hasta su casa, bajo el cielo tempestuoso de esta ciudad oculta entre las montañas. Al llegar, Lila esperaba con un paraguas amplio, una gabardina impermeable amarilla y unas botas azul oscuro para la lluvia.
Frené mi bicicleta. Nos miramos a través del majestuoso portón. Debido a los fuertes vientos, ella se aferraba impetuosa, con ambas manos sujetas; una en la empuñadura curva de madera y la otra en el bastón metálico.
—¡Te dije que te llevaras el paraguas! —gritó, para hacerse oír por encima de la lluvia.
Con mi mejor cara de inocente, saqué la lengua y luego dije:
—¡Me olvidé!