Tras discutirlo con Lila, por fin tomamos la decisión, la que nunca imaginé que tomaría con respecto a todo el tema de la luz. Voy a hacer la denuncia a la policía, mañana a primera hora todo terminará. El tiempo será suficiente para que Sábita pierda la poca energía que le queda, así, no habrá manera de que alguien salga herido. Solo espero que mi corazonada tenga la razón, hacer una acusación tan grave, puede conllevar a serios problemas.
Esa mañana fui sola a la comisaría. Me presenté con timidez frente al policía al que debía revelar la identidad del asesino. Fue algo complicado, en primera instancia lo tomó a la ligera, como si fuera una especie de broma, sin embargo, no tardó en darse cuenta que le estaba hablando con toda la sinceridad del mundo. Me preguntó si estaba completamente segura de que, si la persona responsable no me había hecho alguna especie de broma, a lo que respondí con una mentira necesaria: “Él me lo confesó a la cara”, afirmé sin vacilar. Quería sonar creíble. Luego de decirle la dirección de la casa de Sábita, el policía muy amablemente me llevó hacia una sala donde una mujer trabajaba en su escritorio, me senté y me pidieron que esperara, que llamarían a mi madre.
—Querida, siéntate —me ofreció la mujer policía—. Solo será un momento.
La mujer procedió a solicitar por su radió la asistencia en la dirección que le había dicho. Pude escuchar la afirmación de una voz masculina aceptar, para que después, la mujer saliera de la habitación. Es probable que eso fuera para que evitara oír más. Después de unos aproximados veinte minutos la mujer regresó para decirme que mi mamá venía en camino, que se le había complicado salir del trabajo, pero que en cualquier momento estaría aquí. Ella se acomodó en su escritorio, cuando el policía que me había atendido previamente irrumpe en la habitación con violencia:
—¡Llama a todas las unidades disponibles! No hay respuesta. —Su semblante inspiraba temor, no sé si fue por el sudor de su frente, la desesperación en su timbre o que ocultaba información debido a mi presencia.
—¿Pasó algo? —se me escapó la pregunta. El policía me miró con las palabras mudas. Abrió su boca, pero nada salió de allí, luego dirigió sus ojos a su compañera y balbuceo; deseaba que la mujer lo salvara.
—No es nada, hermosa, todo está bien. Solo quédate aquí, enseguida regreso —dijo, tomando su radio y marchándose junto al hombre de placa y camisa azul.
Tal vez es que soy muy perceptiva, tal vez sabía que me equivoqué una vez más; fue un impulso que me hizo salir corriendo de la comisaría. Las voces de “¡Alto!”, no me frenaron, nada podía detenerme ahora mismo.
Las sirenas de los autos policiales me guiaban hacia mi destino, aunque para mi desgracia, poco a poco se me dificultaba oírlas. A pie nunca llegaría, no de esa manera. Tenía que intentarlo.
—¡Vamos! —grité en medio de la calle mientras corría—. Yo puedo hacerlo… Si Sábita puede… ¡Yo también!
Intenté imaginarme el resplandor en mí, el fuego que Sábita reprodujo antes de verlo por última vez. Pude sentir un hormigueo en las piernas, esa sensación se transformó en una fuerza, una pesadez que no tardó en aligerarse y hacerme mirar hacia abajo. A través de mis medias largas color negro, el potente brillo las iluminó. Subió por mi cadera y llegó hasta mi corazón, aunque, en el fondo, me daba la sensación de que todo empezó por ese órgano. No puedo decir con certeza de que sirvió, quizá, en mi respiración o en evitar el cansancio, o puede que hasta en la velocidad, pero fue imperceptible. Estaba tan concentrada en llegar hasta la casa de Sábita, que no me percate realmente de cuando pasó hasta que pude ver los coches de la policía rodeando dicho lugar. Las luces y el sonido de la sirena me trajeron de nuevo a la realidad. Ahí estaba yo, frente a uno de los patrulleros, cegada por la maldita y odiosa luz azul y rojo. La puerta estaba abierta. Me imaginé que no fui tan veloz como creí serlo, puesto que ya no se escuchaban las sirenas que debían venir en camino, estás eran todas las que vendrían, ya nadie me iba a socorrer.
—¡Sábita! —llamé, haciéndole saber que estaba aquí. Me estremecí de miedo, no soy tan fuerte como pretende serlo, eso lo tengo claro… Tarde pero claro—. ¡Sábita! —repetí.
La luz de mi cuerpo se había ido.
Entré por la puerta y lo vi sentado en el sillón, mirando la televisión cuadrada y con un hombre a sus pies, un tipo con sobrepeso y camisa de poco pelo negro. Alrededor de la sala principal, dispersos, yacían los cuerpos de los oficiales… hombres y mujeres sin vida. Me quedé helada, casi no podía respirar; verlo como si nada, como si él no hubiera hecho nada malo… me comenzó a hervir la sangre, pero no iba a tolerar que sucediera otra vez, remplazar miedo con ira… No de nuevo.
—Te dije que no te metieras conmigo, Celeste. Te lo advertí —Sábita habló, tomando el control remoto para cambiar de canal. En este, comenzó a sonar una melodía de ópera, en un volumen que solo se oía si había completo silencio, pero para mí desgracia, solo se oía el triste y estresante sonido de las sirenas. La frívola persona frente mío, se puso de pie.
—Nunca te importamos, lo único que te importa es tener poder —impuse la verdad que creía.
—Llegué a sentir algo por ti, pero lo echaste a perder con tu patética actitud ante la grandeza. Sin embargo, voy a optar por perdonarte la vida, así que, puedes irte —levantó su mano y señaló la salida.
—Las personas como tú solo pueden sentir afecto hacia ellos mismos, puedo verlo en tus ojos idolatras y egoístas. Mataste a tantas personas solo para engañarme para que siguiera dándote energía, ¿no es así? ¡Dime! Quiero saberlo.
—Exacto —parecía ufanarse con esa palabra.
—¿Acaso pensaste que podías seguir por siempre de esa manera? ¿Valió la pena?
—¿Qué cosa?
—Las vidas que quitaste y las familias que destruiste.