La ciudadela del silencio

EL VIAJE: PARTE 2

1:24 p.m. — El asador y las primeras chispas

El olor a carne asada llenaba el aire, mezclado con el aroma de tierra húmeda y pino fresco. El fuego chisporroteaba mientras Nick acomodaba los cortes sobre el asador portátil con la soltura de quien sabe lo que hace. Estaba en su elemento, con una espátula en la mano, sudor en la frente, y una media sonrisa que no se le quitaba ni aunque quisiera.

—A ver, Lucas, dame las salchichas… y no hagas chistes, ¿sí? —dijo Nick, sin levantar la vista.

—Lástima, ya tenía tres listos —respondió Lucas, entregándole el paquete—. Pero los guardo para cuando estés más vulnerable.

Jordan se apoyó en una silla de camping, riendo mientras abría una soda.

—Ya te dije que Nick no cocina, él invoca comida con su presencia. Míralo, parece chef de telenovela.

Wendy, sentada al borde de la mesa de madera que habían improvisado, los observaba con esa mezcla de orgullo y diversión.

—Sí, mi novio tiene manos mágicas, pero sólo para la carne. Aún no logra doblar bien una toalla en casa.

—¡Eso es mentira! —replicó Nick entre risas—. La doblo como rollito de sushi… muy moderno.

Los tres rieron al unísono, cómodos, como si hubieran hecho esto mil veces. Nick hablaba mientras volteaba los cortes, preguntaba sobre el punto de cocción favorito de cada uno, escuchaba con atención, bromeaba. Lucas contaba anécdotas de cuando intentó asar carne en un horno eléctrico, Jordan respondía con imitaciones, Wendy se reía con la cabeza recostada en el brazo.

Todo parecía fluir con naturalidad. Como si fueran un equipo perfectamente sincronizado.

1:31 p.m. — En otra parte del campamento…

Tres tiendas a medio armar eran una escena de guerra: lonas arrugadas, varillas regadas, sogas sin anclar. Estefani miraba el desastre con una mano en la cintura y la otra empujando su cabello hacia atrás.

—Estoy empezando a creer que dormir al aire libre era una pésima idea —gruñó.

Melissa, agachada, intentaba encajar una varilla en el agujero equivocado por tercera vez.

—¿Esto es un rompecabezas? ¿O necesito un título en arquitectura?

Samanta sostenía el instructivo como si leyera jeroglíficos egipcios.

—Yo soy buena armando muebles de IKEA… pero esto, esto es diabólico.

Estefani soltó un suspiro exagerado, girando la cabeza lentamente hasta encontrarlos: Marcus, Héctor y Nickole, todos conversando en su pequeña burbuja apartada. Los tres estaban sentados cerca de las casas perfectamente montadas, con cobijas y mochilas ordenadas. Era como si el caos no existiera en ese rincón.

—¿Creen que se ponga celosa si me robó a uno de ellos? —preguntó Estefani con tono juguetón, pero con los ojos entrecerrados, calculando.

Melissa, ingenua, alzó la vista.

—¿Para que nos ayude a armar esto? Eso sería increíble.

Estefani esbozó una sonrisa lenta, peligrosa.

—También… pero primero necesito que me ayude en otra cosa —dijo, mordiendo su labio inferior con picardía.

Samanta, sin dejar de mirar el manual, respondió con calma:

—No creo que sean ese tipo de hombres.

—Por eso son más interesantes —dijo Estefani—. Y además están solteros. ¿O me van a decir que no soy lo suficientemente linda como para hacer flaquear a uno?

Hubo un silencio breve.

—Tú deberías intentarlo también —añadió, girando a Samanta con una ceja alzada—. Sirve que olvidas al patán de tu ex.

Samanta suspiró sin enojo, simplemente firme.

—No resuelvo mis duelos así, ¿sabes?

Estefani se encogió de hombros.

—Bueno, tú te deprimes, yo me divierto. Voy a buscar a uno… ya verán cómo me ayuda.

Y se fue caminando con un vaivén en las caderas que no dejaba lugar a la imaginación.

1:36 p.m. — El pequeño triángulo

Nickole estaba sentada en una pequeña manta que había tendido al lado de la tienda de Marcus y Héctor. Les había llevado un par de sodas y estaba fingiendo leer un mapa del bosque mientras lanzaba miradas rápidas a los dos.

—De verdad, ¿siempre trabajan tan… bien juntos? —preguntó con voz ligera, como si no le importara tanto.

—Nos entendemos —dijo Héctor, ajustando una linterna al techo de su tienda.

—No hace falta hablar demasiado cuando sabes cómo piensa el otro —agregó Marcus sin mirarla.

Nickole rió un poco, pero luego bajó la mirada.

—Eso suena… como una relación de matrimonio sin besos.

—Aún —añadió Marcus con tono seco.

Héctor soltó una carcajada.

—¡No ayudes a los rumores, idiota!

Nickole rió, pero había un pequeño temblor en su voz. Le gustaban. Ambos. De maneras distintas. Héctor, con su calma serena y profunda. Marcus, con su inteligencia y ese muro impenetrable que le daban ganas de escalar. Los miraba con una mezcla de admiración y deseo adolescente. Eran como dos versiones de un ideal masculino, y ella se sentía atrapada entre ambas.

Y entonces…

—Hola, chicos —dijo Estefani, apareciendo como un perfume fuerte en una habitación cerrada—. Yo también tengo mucha… mucha hambre, Marc.

La voz fue baja, provocativa. No había duda de su intención. Su mirada estaba clavada en Marcus, y su postura, insinuante.

Nickole parpadeó. Sintió como si una piedra fría le cayera al estómago. Un nudo se formó en su garganta, y una rabia repentina —infantil, irracional, pero real— le recorrió el cuerpo.

—La comida está por allá, Estefi —dijo con una sonrisa tensa, sin mirarla directamente.

Héctor, incómodo con la tensión, soltó una risa seca.

—Tal vez podemos ayudar a Nick con la comida. Ya debe estar terminando.

Marcus, con la expresión neutral, pero los ojos bien atentos, miró a Estefani… luego a Nickole. Entonces dijo:

—Tal vez mientras Nick termina, puedo ayudarte con tu casa de acampar. Vi que estaban en problemas.

Fue como si le arrancaran el aire a Nickole.

—¿Ah, sí? —respondió, intentando no sonar dolida—. Creo que las instrucciones del manual eran bastante claras, Marcus. ¿Qué tal si vamos a comer algo? Nick debe estar por terminar.



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En el texto hay: zombie, postapocalipsis, hongo

Editado: 29.06.2025

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