La ciudadela del silencio

LO QUE TRAJO LA NOCHE

8:42 p.m. — Carretera rumbo al hospital

El vehículo surcaba la carretera como un rayo, cortando la oscuridad del bosque con los faros encendidos. El sonido de las llantas sobre la tierra era lo único que se escuchaba entre los latidos agitados del corazón de Nick y los jadeos lastimosos de Lucas en el asiento del copiloto.

Wendy, en el asiento trasero, miraba la pantalla del celular con desesperación.

—Nada… no contestan… lo intenté cinco veces ya.

—¿Qué? —dijo Nick, frunciendo el ceño sin apartar la vista del camino—. ¿Tus llamadas no entran?

—No contestan —repitió Wendy—. Tus papás me dijeron una vez que los de Lucas son súper aprensivos, ¿cierto?

—¡Sí! Siempre están encima, si no contestan es porque algo no anda bien…

Nick tragó saliva. La situación lo estaba desbordando, pero mantenía el control. Tenía que hacerlo.

—Tranquilo hermano, te vas a poner bien —le dijo a Lucas, posando una mano rápida sobre su hombro.

Lucas no respondió. Su cuerpo sudoroso temblaba ligeramente, y su cabeza se balanceaba como si estuviera entre el sueño y la inconsciencia.

Jordan, seria por primera vez en toda la noche, miraba el reflejo del chico pálido.

—¿Qué le pasó, Nick? ¿Qué comió? ¿Dónde estuvo? Nada tiene sentido… —murmuró, casi hablándose a sí misma.

Wendy, sin decir más, extendió su brazo hacia Nick, y posó con ternura la mano en su hombro.

—Estoy contigo —le susurró.

Nick no respondió con palabras, pero sus ojos se suavizaron brevemente antes de volver a clavarse en la carretera.

Mientras tanto… en el campamento

8:43 p.m. — Bajo la lona de la tienda de campaña de Héctor

La tienda de campaña de Héctor era más amplia que las demás. Oscura por fuera, cálida por dentro. Forrada con mantas dobles en el suelo, un par de linternas suaves colgadas en las esquinas daban un resplandor ámbar que acariciaba las pieles como si el fuego mismo habitara allí dentro.

Nickole, recostada sobre una manta gruesa, jadeaba suavemente. Su torso estaba desnudo salvo por el sujetador de encaje negro. El calor de su piel contrastaba con el fresco de la noche. Sus piernas se estiraban con languidez, entregadas a la pasión.

Marcus, sin camisa, se inclinaba sobre ella besando sus labios lentamente. Sus movimientos eran firmes, pero cuidadosos.

Cada vez que la tocaba, parecía medir el ritmo exacto para hacerla suspirar.

Héctor, a su lado, acariciaba su abdomen con sus labios, bajando lentamente, cada beso más profundo, más íntimo. Su piel firme rozaba la de ella con respeto, como si fuera un templo que merecía ser adorado.

Nickole cerraba los ojos con una sonrisa dulce, sin disimular su placer. Se sentía querida, deseada, como si ambos vivieran para tocarla y protegerla. Allí no había juego: había fuego y ternura.

Un suspiro escapó de sus labios.

—Así… está bien…

No eran simples caricias. Había algo más. Un vínculo creciente, peligroso, intenso. El trío bajo esa lona tejía algo más que deseo.

8:50 p.m. — Junto a la fogata

El crepitar del fuego se mantenía. Más lejos de la tienda, Samantha, Melissa y una más tranquila Estefani charlaban sentadas en sillas plegables, con mantas sobre las piernas y bebidas a medio terminar.

—¿Te acuerdas cuando nos perdimos en la excursión a las cavernas? —preguntó Melissa.

—¡Claro! —rió Samanta—. Y tú lloraste porque pensaste que una estalagmita era un cadáver.

—¡Yo no lloré! Me tropecé… y me caí…

—¡Y gritaste! —añadió Estefani, riéndose—. “¡Ayúdenme, el muerto me habla!” ¡Casi muero!

Las tres rieron juntas.

Melissa, tras una pausa, preguntó con suavidad:

—¿Estás enojada con Nickole porque te quitó a los chicos?

Estefani, aun riendo, respondió mientras bebía:

—No, no… estoy enojada porque casi convenzo a Marcus.

—¿No es lo mismo? —soltó Samanta con media sonrisa.

—¡Sí! —dijeron las tres entre carcajadas.

Estefani suspiró con honestidad.

—Escuchen… Nickole me agrada. Es una chica brillante. Solo quise ver cómo reaccionaba. Fue una prueba, una tontería. Pero… se me fue de las manos. Casi la golpeo. Qué idiota.

—Menos mal te detuvimos, porque si se agarraban, ni cómo separarlas —añadió Samanta.

Melissa soltó una risa tímida.

Fue entonces cuando, del fondo del campamento, comenzaron a escucharse gemidos suaves. No eran ruidosos, sino delicados, intermitentes… íntimos.

Samanta se llevó la mano a la boca, queriendo reír.

—¡¿Están…?!

—Sí —dijo Melissa con los ojos muy abiertos, señalando discretamente hacia la tienda de Héctor.

Estefani, en silencio, giró lentamente la cabeza. Sus labios se apretaron con un gesto de sorpresa.

—¡Vaya… eso sí que es adoración…!

Pero antes de que pudieran reír, crack. Un crujido de ramas, brusco, seco, rompió el momento. Las tres se quedaron heladas.

—¿Escucharon eso? —dijo Melissa, bajando la taza.

—Un animal, seguro —respondió Samanta sin moverse.

Crack. Crack. CRACK.

Los ruidos se acercaban. Pesados, veloces.

Estefani se levantó primero.

—Alguien está caminando rápido… o corriendo.

Y entonces lo vieron.

Una figura masculina apareció desde el bosque.

Su silueta era desgarbada, sus movimientos erráticos. Venía directo hacia ellas. Su cabeza inclinada hacia adelante. Los brazos colgando, pero tensos.

—¡¿Quién está ahí?! —gritó Samantha, alarmada.

El hombre corrió de golpe, hacia ellas, con fuerza, como si su cuerpo no tuviera freno.

—¡CORRAN! —gritó Melissa.

Las tres intentaron correr hacia sus tiendas. Melissa tropezó, Samanta giró para ayudarla. Estefani resbaló en la tierra suelta.



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En el texto hay: zombie, postapocalipsis, hongo

Editado: 29.06.2025

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