Gasolinera abandonada. Noche.
Mientras la oscuridad envolvía el mundo exterior y las llamas a lo lejos iluminaban nubes negras, dentro de aquella vieja gasolinera un grupo de sobrevivientes compartía silencio, risas, recuerdos… y temores. En el fondo, todos sabían que lo peor apenas comenzaba.
Algunos pedían cajas para llevar comida. Otros revisaban linternas y mochilas, organizando lo poco que podían cargar.
El cielo rugía con sonidos que ya no eran humanos: disparos, helicópteros a la distancia, sirenas que se apagaban antes de llegar… El caos no se veía desde donde estaban, pero se sentía, como una ola a punto de romperse.
Nick estaba junto a Alfred, quien con un gesto cansado encendía un cigarro, sentado sobre un viejo banco de trabajo, con la escopeta recostada a su lado.
—Era viudo desde hace años —comentó Alfred, lanzando una bocanada de humo hacia el techo—. Mi esposa se llamaba Rosa. No tenía nada de especial, excepto su comida… —hizo una pausa con media sonrisa—. Cocinaba como los dioses. Su arroz con lentejas era mejor que cualquier banquete caro.
Nick sonrió, con los ojos fijos en él.
—Me lo imagino… —dijo con suavidad, y luego giró la mirada a Emili—. ¿Y tú, qué onda, Emili?
La chica, sentada sobre un saco de azúcar abierto, sostenía una botella de jugo como si fuera lo más preciado del mundo. Bebió un poco, y luego lo miró con una ceja levantada.
—¿Yo? Estoy bien. Un segundo más y te volaba la cabeza, amigo —respondió con tono burlón.
Nick rió. Alfred también.
—¿Ibas a inventar las balas o qué? —bromeó Nick—. ¿Me ibas a disparar con fruta deshidratada?
—Ey, seguro un susto te daba —replicó ella con media sonrisa—. Y no estaría tan mal… tenías cara de ladrón de galletas.
—Aunque no lo creas —dijo Alfred, volviendo al tema—, la niña es una maldita genio. Me enseñó más en una tarde que en toda la escuela técnica. Habla de fórmulas y teorías como si fuera a lanzar un cohete desde el baño.
—¿En serio? —preguntó Nick, sorprendido—. Ok, genio, responde esto: ¿qué fue primero, el huevo o la gallina?
Emili lo miró con cara de fastidio.
—Eres lindo, pero en serio me fastidias —dijo sin rodeos, y Alfred estalló en carcajadas.
—¡Te lo dije! Tiene respuestas filosas —añadió Alfred—. Y ni siquiera necesita balas.
Mientras tanto, en el exterior del establecimiento, Nickole, Wendy, Héctor y Marcus caminaban hacia el auto. El aire era más frío ahí afuera, más tenso. Las luces lejanas de la ciudad titilaban entre humo y nubes naranjas.
Wendy, con voz suave, rompió el silencio.
—Lo siento si Nick te gritó antes, Marcus. Lo que pasó con Melissa… fue duro para todos. Él la quería mucho.
—No importa —respondió Marcus, sin girarse—. Lo entiendo. Esto… nos está quebrando a todos.
Abrió la cajuela, rebuscando entre una maleta con ropa arrugada.
—Nick solo quiere protegerlos a todos —añadió Héctor, mirando el interior de la tienda—. Es su forma de lidiar con todo. Dirigiendo.
Nickole se acercó a él y lo tomó suavemente del brazo.
—Mi hermano es así desde siempre. A veces parece el papá de todos —dijo sonriendo.
—¡Cierto! —añadió Wendy, riendo—. Siempre nos anda regañando por todo.
Incluso Marcus sonrió mientras sacaba una camiseta gris y otra azul. Se las lanzó a Héctor.
—Aquí, para que dejes de parecer stripper de crisis —dijo.
Wendy se quedó mirando al horizonte por un momento.
—¿Creen que nuestros padres estén bien?
Nickole la miró, bajando la voz.
—No lo sé… pero tengo la esperanza de que hayan logrado salir de la ciudad.
Wendy tragó saliva. Apretó los labios. Y entonces dijo:
—Deberíamos ir por ellos. Tal vez podamos salvarlos.
—No somos héroes de nadie —interrumpió Marcus, con su típico tono frío—. Si vamos, solo nos arriesgamos más. Ya perdimos a dos… y pronto a una más.
Las palabras cayeron como plomo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Wendy, dándose la vuelta.
Nickole, con el rostro serio, murmuró:
—Estefani. Fue mordida.
Wendy abrió los ojos.
—¿Qué?! ¡Rayos! ¿Y qué vamos a hacer? ¡Se va a transformar! ¡Tenemos que avisarles a todos! ¿O… o darle algo, medicamentos… algo!
—¿Qué medicamento podría curarla? —dijo Héctor con tono resignado—. No hay cura.
—Entonces… ¿vamos a dejarla así? —insistió Wendy, con la voz rota.
—Si le decimos al viejo de la escopeta, le volará la cabeza —dijo Marcus, cortante—. Y de paso a nosotros por ocultarlo.
—¡Entonces qué demonios vamos a hacer! —gritó Wendy, al borde de las lágrimas.
Nickole bajó la mirada.
—No lo sabemos… ya veremos. Pero… tenemos que estar preparados.
Silencio. Solo el sonido lejano de un grillo sobreviviente. Y los fuegos a la distancia.
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Dentro, en un rincón de la tienda, Samantha se sentaba en una caja de botellas con su padre a su lado. Por primera vez en mucho tiempo, reían.
—¿Te acuerdas cuando te escondías detrás del sofá para evitar ir al colegio? —dijo Richard, sonriendo—. Te descubría por el ruido de las papas fritas.
Samantha rió, con una lágrima bajando por su mejilla.
—Sí… y tú me comprabas helado igual. Como premio por ser tan pésima actriz.
Hubo una pausa cómoda. Un silencio cálido.
—¿Y… no le has dicho nada a Nick? —preguntó su padre, de pronto.
Samantha giró la cabeza rápido.
—¡Shhh! Papá, están cerca… —susurró con los ojos abiertos como platos.
—No me shhh, muchachita —dijo él con un gesto de burla—. Siempre hablabas de él. Hasta cuando tenías ese novio idiota… ¿cómo se llamaba? ¿Damián?
—¡Ese idiota! —Samantha rió nerviosa—. Bueno… ¿qué iba a hacer? ¿Decirle a Nick que me gustaba mientras yo tenía novio? No soy así…
—Pues deberías haberlo intentado. Ese chico tiene buena cabeza, pero se nota que está roto por dentro. Podrías ayudarle.
Samantha lo miró de reojo y sonrió con ternura.